En la via Appia Antica, cerca de Appia Pignatelli y las catacumbas de San Callisto, se reconstruyó el lugar donde reposaron los restos del patrono de Ciutat, antes de ser trasladados a San Pedro del Vaticano por temor a los sarracenos. Aun así, es aún visita obligada para peregrinos en el jubileo; para quienes quieren ver reliquias increíbles fuera de la muralla Aureliana, como un resto de la columna a la que fue atado el soldado y una piedra con la impronta del hijo de Dios; o sólo disfrutar en L’Archeologia, justo al lado, del inigualable Tenuta dell' Ornellaia acompañando un Stinco d’agnello.
El recinto es sobrio y sólo la bajada a los húmedos osarios, donde se refugiaban los primeros cristianos, nos permite sentir el escalofrío que experimentarían los pies de sus moradores, sin las sandalias que amortiguaban los adoquines de la calzada que llevaba a Brindisi desde Roma. Pero si la persecución de la que trataban de librarse era inhumana, las tres saetas insertadas en la marmórea escultura del yaciente santo nos evocan, incluso mejor, el sufrimiento al que la sociedad somete a quien no se doblega fácilmente.
A San Sebastián le recordamos como un Apolo, reproducido por los más insignes pintores (Boticelli, El Greco, Rafael o Rubens), aunque su amor propio y convicciones no hubo artista que las pudiera plasmar, con un buril o sobre un lienzo. Aquel centurión pretoriano del emperador Diocleciano tuvo que escoger entre la vida castrense, pero considerada socialmente, o la integridad de sus principios. Nunca ignoró que la elección le acarrearía dolor y humillación, pero no dudó en mantener sus ideales, incluso a reiterarlos para enfrentarse de nuevo a la muerte. Dice la leyenda que, tras recuperarse de la lapidación o las flechas que le lanzaron hasta la agonía, sus propios compañeros de milicia lo azotaron sin remedio, envolviéndolo en un sudario de fango maloliente.
Estamos lejos de saber qué decidirá la jueza instructora, Carmen González, tras la operación conjunta de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en la que fueron detenidos ocho agentes de la policía local de Palma, pero todo apunta a que era más fácil sacrificar al apóstol, portador de mensajes incómodos, que escucharlo. Incluso también fueron otros soldados del cuerpo, con el consentimiento inconsciente -espero- del jefe de la guardia, los que quisieron acabar con quien sólo buscaba esclarecer la verdad. Afortunadamente han pasado dos mil años y el martirio al santo no se ha consumado, si es que el ánimo de la denuncia no escondía algún recoveco, sobre todo porque ha dado tiempo a que se imponga el estado de derecho en el antiguo feudo del Imperio.
Sin sustraer la presunción de inocencia a los supuestos responsables, estén o no imputados, en vísperas de celebrar el día festivo en que agradecemos la intercesión del patrono, es hora de prender alguna luminaria para que el mártir nos libre de la nueva pandemia, una peste del siglo XXI: la corrupción. Tengo que reconocer, antes de felicitar a quienes celebran su onomástica el martes o mañana mismo, que confío en la lenta pero inexorable medicina de la justicia. Incluso tengo más fe en el efecto milagroso de San Sebastián, que en la capacidad terapéutica de Podemos.