Muchas veces mis amigos me recriminan que mi vida se mueve por grandes titulares. La verdad es que tienen toda la razón, pero precisamente esas frases cortas son de mucha ayuda en momentos difíciles. De hecho, esta semana una de las pocas personas que aún admiro me contó una historia que me conmovió especialmente. No diré nombres porque no puedo, pero sí compartiré que el protagonista tenía casi cien años y a punto de morir aseguró que si de algo se arrepentía en la vida era de no haber sido más amable. Y a mi que, acostumbrada a presentar informativos, las “intros” de más de veinte segundos me hacen bostezar y las noticias de más de un minuto me parecen trilogías, me la he apropiado y la he grabado en mi pecho como mi nuevo gran mantra. Y no sabe este pobre hombre ya fallecido como se lo agradezco. Porque en dos ocasiones, en menos de ocho horas, habría llegado a las manos si no hubiera sido por ello. Primera: me encuentro en el súper, en el que compro agua, manzanas y pan. A punto de llegar a la cola vacía y para pagar, casi me atropella una mujer con el carro lleno, un niño de dos años en la sillita y una bebita en la mochila atada al cuerpo. Estoy a punto de soltar la mini compra sabiendo que me toca, pero su cara de prisa me frena por un momento y ella, vencedora, lanza su primer producto con fuerza. Ese gesto violento lo interpreto como un desafío y con una media sonrisa le digo “pasa, que con tanto niño debes estar agobiada”. Reconozco mi maldad, pero todo gesto generoso espera una pizca de agradecimiento aunque sea leve. Lejos de ello, me contesta diciendo que agobiada debo estar yo y que simplemente le toca porque ha llegado antes y que me ponga a la cola.
La segunda ocasión para sacar el barrio que llevo dentro la he vivido en el gimnasio al que voy a veces a bailar zumba con cincuenta marujonas, mujeronas y señoronas que como yo, ven en ese momento el guateque, el bailoteo que ya abandonaron siglos atrás. Me río, sudo, quemo y me largo, con lo cual me siento muy satisfecha y si me sale la coreografía ya me veo en cualquier musical, cantando y bailando para un gran público. Llego tarde, porque en la puerta, me aborda una vecina a la que su tercer marido la ha abandonado por el profesor de pádel. Al fin, me deshago de ella y entro en clase, feliz, pensando que llega mi momento, pero no. Me regaña la profe y una compañera me dice que “nunca se debe interrumpir una clase cuando están a mitad de una canción”. Ni que fuéramos Rihanna, Beyoncé o Shakira. Repito mi mantra una y otra vez, pido disculpas y sonrio. Y pienso que no quiero llegar a la tumba deseando haber sido más amable. Si no llega a ser por ello, fijo que llego a las voces y quién sabe si a las manos en las dos ocasiones, dependiendo de mi ciclo hormonal. Así que, una vez más compruebo que la vida es un titular constante y que no debo despreciar ninguno, porque en muchas ocasiones me pueden salvar, incluso, de mi misma.