La ventana
viernes 24 de abril de 2015, 08:56h
Forzados por el drama del barco que se hundió la semana pasada frente a las costas libias, con un balance de medio millar de víctimas que no pudieron alcanzar el paraíso europeo, los jefes de Estado y de Gobierno se reunieron ayer para lograr un compromiso que contenga el tráfico de inmigrantes del sur. La urgencia del encuentro no palía la gravedad de un éxodo, que ha trasladado al viejo continente más de doscientos mil africanos el último año, descontando los tres mil quinientos que habrían muerto en la travesía. Hambre, represión, violencia y desesperanza son el denominador común de quienes no temen perder la vida, porque ésta no les vale nada.
Justo un mes después del acto deliberado, pero inconcebible, en el que murieron las 150 personas que viajaban de Barcelona a Dusseldorf, casi todos los rotativos españoles siguen dedicando secciones al suceso, mientras apenas destinan unas líneas a los 10.000 seres humanos que huyeron de la orilla meridional del Mediterráneo que, en menos de una semana, han sido rescatados -afortunadamente- por la Guardia Costera italiana. Pocos son los que recuerdan el nombre del desaprensivo que capitaneaba el barco que les serviría de féretro mediterráneo a muchos de esos viajeros sin papeles, ni hemos visto intrépidos periodistas desplazados a Lampedusa o Sicilia, como les escuchamos en otras crónicas cargadas de dramatismo al pie de los Alpes franceses.
Es la sinrazón de un mundo globalizado, cada día más impermeable a los gritos de auxilio de quienes sufren y menos solidario con los necesitados. Un infierno para mujeres, hombres y niños que, por el color de su piel, recibe solo unos segundos de imágenes intercaladas en los informativos como epitafio colectivo. Dedicamos tan poco tiempo al calvario al que les condena el infortunio como tardamos en olvidarlos, para esconder la cabeza ante la tragedia que cada día sufre la civilización por el homicidio inconsciente, no de un piloto trastornado, sino de una sociedad sin escrúpulos. Seres humanos (como los que viajaban en el A320 de Germanwings) que no llegaron al final de su viaje, porque el destino puede dar la espalda a todos por igual pero incide negativamente con más frecuencia entre los humildes que entre los ricos. Por eso el efecto llamada despierta su esperanza, aunque occidente hable bajo para que no se le oiga desde lejos, porque su solidaridad es más bien teórica y limitada. Tanto es así que las cuatro quintas partes quisieran vivir en el hemisferio pudiente, pero la minoría de privilegiados se resiste a compartir su calidad de vida con los parias o a poner su estatus en peligro por culpa de un nuevo reparto de la suerte, cuando del primero habían salido favorecidos.
No será fácil aliviar el dolor que padecen miles de millones de personas, estén más o menos cerca de nuestras fronteras. La distribución de enseres o la cooperación internacional no bastan para saciar el apetito de lograr una equiparación con otros semejantes, promovida por la sociedad de la información y auspiciada por el egoísmo del planeta. No hay recursos para todos, aunque sigamos desperdiciando alimentos, bebidas o ropa que serían todo un regalo para la mayoría de mortales. Siquiera hay intención real de que se logre repartir menos de una centésima de nuestra riqueza, aunque solo fuera para silenciar al Pepito Grillo que sigue vivo en la conciencia colectiva. Un suspiro económico que desmotivaría más que el tapón militar con el que pretendemos evitar que salten al mar o que crucen las fronteras terrestres, porque no solo queremos evitar que mueran en su peregrinación sino que pretendemos que no salgan de sus casas. Basta con leer los comentarios que acompañan el relato dantesco de un naufragio para comprender que este flujo demográfico, forzado por la crisis humanitaria que ha provocado la primavera árabe, genera un rebrote de xenofobia y de cruel desinterés en una sociedad superviviente de la crisis económica y de valores.
No solo los países limítrofes tenemos el problema de la presión migratoria y de las dramáticas consecuencias que provoca, sino que afecta en conjunto a la Unión Europea y, por extensión, al mundo libre y pudiente. Evitar las mafias que se enriquecen en la clandestinidad con el tráfico de personas es tan loable como acabar con el proxenetismo para evitar la trata de blancas, pero no acabaremos con la emigración ilegal ni con la prostitución si no erradicamos el foco del problema. Mientras no evitemos en origen lo que fuerza a tomar decisiones tan radicales no bastará con levantar muros más altos y ponernos la venda, porque a los que padecen la miseria y el horror de la guerra les podrás cerrar la puerta, pero acabarán entrando por la ventana.