En el Apocalipsis se lee: “Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Ap 22,13). Y esta frase ha dado lugar a una interpretación de Dios mediante las dos letras griegas, que son la primera y la última del alfabeto. Podemos observar esta simbología en las paredes de los templos, en los altares o en bordados en el ajuar eclesiástico.
El nombre de las letras del alfabeto griego da mucho juego. En mi búsqueda de documentación para este artículo, me entero de que los estudiantes universitarios de Estados Unidos las usan para bautizar a sus hermandades. Por otra parte, la policía y el ejército las utilizan (sobre todo la alfa y la delta) para deletrear con la máxima claridad, y como código de comunicaciones, a partir del alfabeto fonético que estableció la OTAN para una mejor comunicación oral. En este sentido, alfa y delta conviven deliciosamente con las palabras tango, foxtrot e incluso con un individuo llamado Charlie. Es decir, simplifican palabras o letras que se podrían confundir en su pronunciación, con la inicial de estos vocablos; también en el mundo de la aeronáutica: 3 delta es es la posición del asiento del avión que corresponde a D3 en la cabina de pasajeros.
Pues bien, ahora -durante el período pandémico en que nos hallamos sumidos, desgraciadamente- la OMS (Organización Mundial de la Salud) también ha recurrido al sobado alfabeto griego para bautizar a las variantes del dichoso y maligno coronavirus. Las mutaciones y las diversas cepas se nombraban haciendo referencia al lugar donde habían sido detectadas por primera vez, de modo que enseguida se popularizó la variante británica y también la india. Y aquí es donde la OMS tuvo que intervenir y poner orden.
Lo que hacía esta denominación de origen nada cualificada y muy arbitraria era estigmatizar a toda una población y, por ello, la OMS se las ingenió para bautizar las nuevas variantes con letras griegas. Buena idea. La británica pasó a ser la alfa y la india la delta; en medio ha habido la beta, que es la sudafricana y la gamma, la brasileña. Y ahora, de repente, aparece la omicron, que es la decimoquinta letra del alfabeto y eso hace suponer que las variantes existentes entre la gamma y la omicron deben de haber tenido un vuelo escaso; lo que el escritor ampurdanés citaba como “vuelo gallináceo”.
Como curiosidad, la OMS se ha “comido”, se ha saltado a la torera dos letras: la ni, porque se acerca demasiado a la palabra new en inglés y podría crear confusión -precisamente lo contrario de lo que se busca (digo yo, vamos)- y la xi, porque coincide con un apellido harto frecuente en países como China, y aquí la OMS ha preferido ser dos veces políticamente correcta y adoptar decisiones prudentes.
El nombre omicron (la hermana pequeña de la todopoderosa omega) hace referencia a una letra o breve (micro, en griego) pero, por lo que dicen los expertos y científicos, esta variante parece que no tiene nada de pequeña. Más bien, la presentan como lo contrario de la debilidad, es decir, peligrosa, incisiva y agresiva.
Veremos...