Uno no termina de entender que el precio de la vivienda nueva haya bajado el 1,4 por ciento el año pasado. Ni entiende cómo resisten los promotores y los propietarios que compraron para revalorizar su inversión, cuando es notorio que los bancos no están por mantener el flujo de financiación. Claro que tampoco están para ir acumulando pisos y con la perspectiva ir bajando el precio de sus activos. Nadie quiere ceder, que parece que esperan que todo vuelva a ser lo que fue, porque con la vivienda hemos topado, con ese icono de propiedad y patrimonio, con ese objeto de deseo. No parece razonable que vuelvan los tiempos de suelo por las nubes, precios astronómicos por el metro cuadrado, tasaciones irreales para hipotecas y créditos generosos y sin garantías suficientes. El caso es que el proceso de descomposición se acelera mientras que el nutrido parque de viviendas está ahí, esperando no se sabe qué milagro. No va a haber milagro, dicen algunos economistas no muy ortodoxos ni complacientes, para quienes la explosión de la burbuja ha tenido una primera fase, cruel y empobrecedora, pero que lo peor está por llegar. Y dicen que la segunda explosión llegará en los dos próximos años cuando todos los actores del boom no puedan aguantar más. Hombre, si las proyecciones son correctas, y bancos, promotores y propietarios saben que si cae totalmente el sistema, si esto termina de pudrirse, no podrán salvar nada, la pregunta es por qué no bajan de la nube, de la segunda burbuja, y se plantean una salida inteligente para esa legión de aspirantes que accedería a la vivienda en condiciones razonables de precio y financiación.
