Si uno fuera alguien importante y me preguntaran en una entrevista sobre los grandes retos que enfrenta la Humanidad en el siglo XXI citaría cuatro. Si tuviera que ordenarlos por orden de importancia según su impacto a largo plazo los situaría así: el cambio climático, la bioética, la inteligencia artificial y los fenómenos migratorios. Lo escribiré al revés: no hay nada que esté hoy influyendo tanto en el día de a día de las personas como el desplazamiento masivo de seres humanos de unos países a otros.
Cuando hablo de influir no apunto a priori hacia ningún aspecto negativo. Me refiero a aspectos culturales y religiosos, a la fisonomía de las ciudades, a las costumbres, la educación y la manera de relacionarnos, por ejemplo. Analizar estas cuestiones no debería constituir un motivo para acusar a nadie de xenofobia, pero la gente va con ojo no sea que te acusen de fascista, un insulto asimilable a la aspirina porque vale para todo y para todos.
En este silencio espeso reposó durante décadas el buenismo europeo. La izquierda bienpensante y el liberalismo guay durmieron en la hamaca de lo políticamente correcto hasta que la cruda realidad los zarandeó para despertarlos con un susto. El auge de la extrema derecha, sobre todo en los países escandinavos, encuentra su primera explicación en la percepción de inseguridad de una parte de los ciudadanos que la asocian a la presencia creciente de extranjeros en sus sociedades. Negar esta evidencia en dispararse electoralmente en un pie. Así lo acaba de reconocer el partido socialista en Suecia.
Este asunto es un filón a la hora de captar votos, y los primeros en apuntarse al carro fueron los populismos de derechas, siempre dispuestos a contarle al ciudadano lo que quiere escuchar de la manera más simple posible. Visto así, era cuestión de tiempo que a este carro se subiera más pronto que tarde el nacionalismo identitario, enarbolando un discurso que desprende un tufo supremacista que tumba de espaldas. En honor a la verdad, es de agradecer que algunos de sus líderes ni siquiera se esfuercen en disimularlo.
Pero aún hay más. La inmigración impacta de manera determinante en los procesos de construcción nacional basados en un idioma. Para el nacionalismo lingüístico la llegada masiva a su territorio de sujetos que no hablan la “lengua propia”, esto es, la única capaz de construir una nación política, es un fenómeno disruptivo que hay que controlar con mano férrea.
Sobran declaraciones públicas de dirigentes del nacionalismo catalán manifestando su preferencia por una inmigración magrebí en Cataluña frente a la que procede de países latinoamericanos. Esta última llega a los Països dominando la lengua “invasora” castellana, y este hecho dificulta su “integración”.
No nos engañemos. Llevo seis párrafos escribiendo obviedades conocidas por todos los miembros del gobierno de España, por todos los diputados, por todos los periodistas de izquierdas y de derechas, hayan escrito lo que hayan escrito sobre el espectáculo bochornoso al que hemos asistido esta semana en el Congreso.
El ministro Oscar Puente respondió a las críticas de su compañero socialista García Page por la cesión de competencias sobre inmigración a la Generalitat de Cataluña declarando que “las fronteras no son todo en materia migratoria”. Debería ser más valiente el ministro de Transportes y emplear toda su testosterona tuitera para explicar qué significa que el Estado mantenga el control sobre las fronteras cediendo a una comunidad autónoma la decisión sobre los “flujos migratorios”. Se lo aclaro yo: supone dejar en manos del gobierno de un territorio la elección sobre qué inmigrantes irregulares llegan allí, cuántos, cuándo y de qué procedencia.
Tratar de colar esta vergüenza como una medida progresista supone intentar un triple mortal con tirabuzón sin red para los opinadores que glosan las bondades de una “mayoría parlamentaria de izquierdas” frente a PP y VOX. Meter en el paquete progresista al PNV supone no haber pisado un batzoki en tu vida, ni haber hablado nunca con un votante medio del partido fundado por un racista de libro como Sabino Arana. Pero incluir a Junts en un “bloque progresista” es una broma de mal gusto si no fuera porque la inmigración es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de alguien como Miriam Nogueras, capaz de escupirle al presidente del Gobierno en su cara que a ella le da igual perjudicar a España porque sólo trabaja para Cataluña. Ningún socio de Sánchez, ni siquiera Bildu, se había atrevido a tanto.
Al acabar el esperpento parlamentario de esta semana algunos ministros respiraron aliviados y la portavoz del Gobierno, Pilar Alegría, declaró ufana: “la política es esto”. Se agradece su sinceridad, aunque fuera involuntaria, porque no cabe mejor definición del estado de humillación al que están siendo arrastrados como mínimo la mitad de los españoles. Quizá fueran más si mañana hubiera elecciones.