Marc González

La plaga

Vivimos demasiado. Ni usted, ni yo, aclaro (que eso está muy bien), sino como especie. Los primates antropomorfos fuimos ‘diseñados’ para vivir alrededor de cuarenta años, y en el último siglo hemos más que doblado esa cifra, siendo cada vez más frecuentes los centenarios, sobre todo ellas.

La naturaleza, sin embargo, se empeña en cumplir su misión de mantener el equilibrio ecológico del planeta y busca nuevas estrategias para acabar con nosotros, porque, o consigue reducir la plaga humana o la biodiversidad de la Tierra peligra seriamente.

Esta semana, los de la OMS han hecho público un refrito de estudios anteriores, según los cuales la carne procesada e incluso la mera carne roja son potencialmente cancerígenas. Por cierto, llamar carne a la basura procesada que sirven en determinadas y archiconocidas cadenas de fast-food es un eufemismo. Por supuesto, la alarma ha saltado en Occidente, como si de repente se hubiera determinado que el fútbol fuera malo para la salud.

Y, rápidamente, los partidarios de asar zanahorias a la parrilla por Sant Sebastià se han mostrado eufóricos. Ya lo decíamos nosotros, piensan.

Sin embargo, el empeño de la OMS en buscar compulsivamente nuevos componentes cancerígenos podría tener un efecto rebote, porque si prácticamente cualquier sustancia o alimento puede acabar facilitando la aparición del maldito cáncer, entonces el mensaje subliminal que se transmite es que da igual lo que hagamos, comamos o fumemos, que vamos a cascar.

Esto de la OMS me recuerda a la entrañable revista Pronto, que lleva 2269 semanas con una sección de alimentos afrodisíacos, el último de los cuales es, asómbrense, los guisantes. Yo creo que no es que haya tanto afrodisíaco, sino que el personal, con una agenda diaria que le deja tan poco tiempo para el refocile, unida al constante bombardeo de imágenes publicitarias de alto contenido erótico –para vender ropa, colonia, desodorantes, jabones, alimentos, coches y casi cualquier cosa- va como una moto, y así, hasta tomándose unas patatas hervidas le sube la bilirrubina y tiende a excretarla, en los atascos de tráfico, mayormente.

Somos una plaga, como la de los mosquitos tigre de los cojones, aunque paradójicamente cuanto más nos ‘civilizamos’, menos nos reproducimos (para lo cual sería necesario practicar más el ayuntamiento carnal al que aludía en el párrafo anterior). La esperanza del medio ambiente es, pues, que el progreso de la humanidad acabe con ella por el procedimiento de la esterilización general de la especie. Se nos acabará el amor de no usarlo, al contrario de lo que le sucedió a Rocío Jurado.

Es el yin y el yan cosmológico, como sucede con la carne roja. El proceso de encefalización de los humanos se inició hace seis millones de años, cuando bajamos de los árboles, nos erguimos para ver venir a nuestros enemigos por encima de las hierbas de la sabana africana y comenzamos a consumir un combustible sin el cual el crecimiento del cerebro era imposible: la carne roja de un antílope o de una gacela de Thomson, que otros depredadores habían abandonado tras saciarse.

La inteligencia es, pues, hija de la carne roja, que ahora resulta que nos va a matar. Sin embargo, los hay que creen que este proceso es reversible, a base de sustituir los botifarrons, la sobrasada, el chuletón y el jamón ibérico por lechuguitas, colinabos y, en los días de fiesta, hamburguesas de tofu, fíjate qué lujo.

Ciertamente, estoy de acuerdo: el proceso de encefalización es reversible.

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