Baleares termina una legislatura complicada en términos turísticos. No solo porque el sector se ha visto reducido a números rojos gracias a la crisis, sino por que la política turística ha estado demasiadas veces en la diana de la corrupción. Uno de los retos más claros del futuro conseller/a será dar estabilidad a la gestión turística, algo que a todas luces ha faltado en estos cuatro años, en los que la comunidad ha tenido un insólito desfile de consellers. Este trasiego de los despachos a los juzgados no ha sido obstáculo para dejar como herencia al futuro equipo que salga de las urnas la gran ‘patata caliente’ que constituye la reforma de la Playa de Palma. Su futuro es una incógnita tanto si se produce el relevo en el Consolat de Mar como si no. Es probable que de no haber cambio el asunto vuelva a plantearse en los mismos términos agresivos que nos soliviantaron a todos. Ya sabemos que sin el condicionante de unas elecciones la valentía política se vuelve absoluta. Se expande en el vacío, como la luz. Si lo hay, el nuevo equipo tendrá que pronunciarse sobre los derribos y expropiaciones de la discordia: o se sigue adelante con ellos y la playa se somete a una verdadera reconversión -y dios nos coja confesados- o la reforma se queda en el enésimo intento descafeinado de hacer revivir el destino. De suceder esto último, antes se habrá elaborado un nuevo proyecto político con otro multimillonario presupuesto, que se mantendrá en secreto el tiempo suficiente como para que rompan a hervir rumores de toda clase, que se presentará oportunamente como la madre de todas las reformas y que, con lo que da de sí nuestra burocracia, nos llevará a aplazar como mínimo dos o tres años cualquier mejora de alcance. Antes de darnos cuenta habrán llegado las autonómicas de 2015 y otra vez tendremos la casa sin barrer. ¿Les suena?