El Real Mallorca, por su peso social, no es una sociedad anónima más, sino una especie de organización tabú, intocable, sagrada, a la que hay que celebrarle todas sus ocurrencias. El equipo de fútbol, por aquello de la popularidad, por aquello del electoralismo que practican todos los políticos, utiliza unas instalaciones públicas, el estadio de Son Moix, sin que el ayuntamiento le cobre. Este estadio fue construido con el dinero de todos para la Universiada y quedó para el equipo futbolístico más importante. En realidad, tiene su lógica que la ciudad que alberga al único equipo mallorquín de Primera División, dedique su mejor estadio a esta práctica. Pero, siendo algo comprensible, continúa planteando un problema económico: por qué quienes no tienen nada que ver con el fútbol tienen que financiar al equipo bermellón. Las cosas se tornan más cuestionables cuando, encima, el Mallorca, como si le sobrara el dinero y no estuviera en suspensión de pagos, como si no estuviera agradecido al ayuntamiento, declara su voluntad de volver al viejo estadio Lluís Sitjar, que sí era suyo, que sí había pagado, que sí era el resultado de la iniciativa privada. Lo dice porque está enfrentado a un ayuntamiento que insólitamente ha exigido que se cumpla la Ley con un estadio en ruinas. Pero, a la vez, el Mallorca demuestra una insolencia inadmisible: después de que la ciudad le de un estadio, el equipo, que está en suspensión de pagos, dice que quiere volver al Lluís Sitjar y que pretende hacer una inversión importante para reconvertirlo. O sea, Palma tendría, si por el Mallorca fuera, dos estadios de primera y un solo equipo. Increíble.
