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La guerra de los lazos

viernes 31 de agosto de 2018, 08:31h

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Entre las estrategias de provocación para mantener permanentemente tensa la relación con el Estado, los independentistas idearon esta bobada de los lazos, las cruces y otros elementos de color amarillo, con notorio éxito, visto lo visto.

El quid de la cuestión es que los lazos no constituyen un elemento identificativo más de los independentistas, en cuyo caso ningún reproche podría hacérseles, sino que evocan la adhesión y la solidaridad con los encausados por la declaración unilateral de independencia, presos o prófugos de la justicia. Por tanto, los dichosos lazos implican una apología más o menos explícita de graves delitos contra la integridad territorial del estado, sancionados con duras penas en cualquier país europeo, también en Bélgica o Alemania.

Ante la inexplicable pasividad del gobierno de España frente a la proliferación de lazos pintados o anudados al mobiliario urbano de Cataluña y también de otros territorios, como el nuestro, determinadas fuerzas políticas están animando la reacción ciudadana, más o menos espontánea, contra la simbología en pro de los supuestos ‘mártires’ secesionistas.

El problema es que, siempre que un estado se abstiene -bajo pretextos vagos y difícilmente comprensibles, en el caso del nuestro- de intervenir en una cuestión como ésta, resulta inevitable el enfrentamiento civil.

Los independentistas juegan, desde el principio, la estrategia de excitar los sentimientos más primarios de sus adeptos y si, como está ocurriendo, la parte adversa saca a relucir los suyos, la violencia está cantada. Es totalmente indiferente quién agreda a quién, resulta lamentable. Lo cierto es que esta cuestión se está desmadrando porque el ciudadano no independentista se siente huérfano de su propio gobierno, que cobardemente se escuda en intereses políticos coyunturales, pensando erróneamente que ésta es una forma de quitar presión al conflicto y de lograr acuerdos con el govern de la Generalitat, como si a Torra y sus huestes les interesara lo más mínimo esa distensión.

Pasa justamente lo contrario, donde no impera la Ley en mayúsculas acaba reinando la del más fuerte, para lo cual se hace necesario medir las fuerzas en su sentido literal, que es lo que ha sucedido en distintos episodios violentos, por fortuna, hasta la fecha, leves.

El ejecutivo no puede tolerar que vuelvan a producirse enfrentamientos por pintar, colocar, defender o arrancar lazos amarillos. Los lazos debieran haber desaparecido de los espacios públicos, porque constituyen una afrenta al Estado de Derecho. Ningún país serio debería consentir que sus calles sean un canto en favor de la delincuencia, máxime cuando esa delincuencia tiene como finalidad última subvertir y destruir el propio Estado tal y como lo conocemos. Y, desde luego, no son los ciudadanos quienes tienen que asumir la responsabilidad de hacer cumplir las leyes.

El avispero catalán necesita, indudablemente, una urgente vuelta a la calma y a la reflexión. Pero los independentistas no ayudarán en nada a ello porque necesitan generar odio para mantener su discurso extremo y la fantasía de una España perversa -usted y yo- que, en su delirio, les detesta y perjudica adrede.

Así que solo desde las instituciones del Estado podemos esperar que se genere la confianza necesaria para restablecer la paz, y para ello el gobierno no puede desentenderse de lo que ocurre, sino que debe hacerse presente en todo el territorio español y transmitir a unos y otros que aquí impera la Ley y que solo a partir de esta realidad será posible cualquier clase de diálogo.
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