Quizá sea por la recomendable lectura del merecido Premi Ciutat de Palma 2015 de la novela La ciutat de les ànimes de Miquel Àngel Vidal, que esta mañana al despertar, me ha invadido cierta nostalgia sobre lugares y gentes que un día habité.
Desde el pequeño balcón repleto de geranios podía observar a los turistas que se apeaban del tranvía, mientras un guardia urbano impedía el paso a una galera y el habitual reclamo del afilador se mezclaba entre el bullicio. Era mi calle, mi barrio, mi ciudad; donde vivía el barbero, el tendero y el lechero; donde había una papelería y una carbonería que flanqueaban las dos torres de la antigua Almudaina de Gumara. A mano derecha, se ubicaba un edificio denominado la Asistencia Palmesana, que era un espacio dedicado a ofrecer al público conferencias, coloquios y obras teatrales.
Como ya habrán adivinado, me refiero al centro histórico de Palma, esa metrópoli que el reconocido escritor, José Carlos Llop, sitúa entre Venecia y Alejandría, en las últimas páginas de su libro En la ciudad sumergida.
Mi niñez transcurrió entre el hogar y el colegio San Vicente de Paúl que perteneció a las Hermanas de la Caridad, muy cerca de la Plaza Cuadrado. Todos los martes y jueves asistía justo enfrente de casa a las clases de dibujo del joven pintor Gerard Matas. Entre juegos, cartillas y rezos pronto llegó la primera comunión en la iglesia de Santa Eulalia. Yo lucía un virginal vestido de nido de abeja que vaporosamente llenaba aquellas callejuelas solitarias en un domingo de mayo. Me acompañaban mis padres y se sumaron al cortejo demás familiares y amigos, entre ellos Bernardo, un niño moreno de grandes ojos negros que era mi nuevo vecino y cómplice de andanzas y aventuras infantiles. Algunas tardes visitábamos a mis tíos que eran porteros de una finca de señores de alcurnia en la Plaza de Santa Catalina Tomás, hoy Plaça des Mercat, donde mi tía, María, me llevaba a ver el viejo burrito de peluche de color marrón desteñido, en el que subían a los niños para fotografiarse y luego me compraba una muñeca. De vuelta, paseábamos por el Borne con sus estatuas y fuentes y subíamos hacia Cort y de nuevo, por la calle del convento de San Francisco llegábamos a casa.
Hoy, la misma ciudad me acompaña aunque las flores del balcón ya no son las mismas. La calle ha cambiado de nombre, las galeras se sustituirán y el tranvía ha desaparecido. Sin embargo, los turistas han aumentado considerablemente. Ya no hay público en la Asistencia Palmesana porque cerró y mi colegio fue derrumbado en un nuevo plan urbanístico cerca de lo que hoy llamamos Plaza de la Artesanía. Las iglesias siguen en pie pese al descrédito de los fieles. Mi madre conserva el vestido de comunión que ya no sirve ni para disfrazarse de princesa. Los ojos de carbón de Bernardo se cerraron para siempre, necesitaba una sobredosis de cariño, pero su espíritu se sostiene firme, cual las dos torres del Temple que se han rehabilitado. El ilustre pintor también nos ha dejado, no obstante, su obra y su recuerdo prevalecerán eternamente. El burrito del fotógrafo se ha marchado al monte y mi tía ya nunca más tendrá que abrir o cerrar puertas porque San Pedro la recibió con un manojo de llaves y se las abrió todas; ella mientras espera, juega incansablemente con una muñeca que tiene reservada para mí. El Borne ha sido nuevamente transformado y los leones ya no rugen a los clientes de las terrazas que lo ocupan. En la plaza del Ayuntamiento sembraron un olivo, no creo que pueda prodigar hojas felices como la encina de Louisiana de Walt Whitman.
Al final, la ciudad seguirá acompañándome sumergida en la memoria del tiempo. Me acompañarán sus almas, su alma; en las mismas calles donde…, en las mismas calles ahora…