Corría el año 1973, el del asesinato de Carrero Blanco. El Mallorca, mi equipo de siempre, transitaba por la segunda división, tras haber disfrutado en los años sesenta la condición de equipo ‘ascensor' entre las categorías de oro y plata del fútbol español.
Mi padre me llevaba de la mano muchos domingos al Fortí. Era, pues, soy y seré mallorquinista de nacimiento, por encima de cualquier otra cosa y frente a cualquier otro adversario.
Aunque, si de fútbol de primera hablamos, mi padre, toledano de origen y madrileño de crianza, era un madridista sosegado, a quien jamás vi gritarle a un árbitro, insultar o exaltarse. Supongo que la procesión iba por dentro. Por tanto, a falta de otros referentes, y dada la nula afición futbolera de mi hermano mayor, en casa ‘se era' del Madrid, del de Amancio, Zoco, Pirri, Velázquez, etcétera, es decir de los llamados ‘yeyés' que habían ganado la Copa de Europa de 1966.
Pero, a fines de octubre de aquel año 73, el panorama balompédico patrio y mundial cambió para siempre. El Barcelona había fichado a un tal Johan Cruyff, que venía precedido de su palmarés en el Ajax de Amsterdam, por la indecente cantidad de 60 millones de pesetas, es decir, unos 360.000 euros al cambio actual. ¡60 millones! decía la gente, que no se explicaba que ningún jugador pudiera costar aquella salvajada. Los catalanes ocupaban en ese momento la decimocuarta posición de una liga de dieciocho equipos, cuya escuadra más fuerte hasta entonces era la colchonera.
Cinco jornadas más tarde el Barça ya era líder, posición que no abandonó, consiguiendo el campeonato muchas jornadas antes del fin de la liga, en abril de 1974.
La inmensa mayoría de los chavales de aquella generación se convirtió, pues, a la fe culé, no por ninguna razón ideológica o nacionalista, desde luego. Éramos del Barça por culpa de Cruyff.
Mi padre, que no se podía explicar aquello, no perdía la esperanza de que lo mío fuera un sarampión pasajero. Hasta que ese mismo verano tuvo lugar la final del Mundial de Alemania, en la que salió derrotada -a mi juicio injustamente- la llamada ‘Naranja Mecánica’, el combinado que mejor fútbol hacía, un auténtico espectáculo de elegancia y velocidad, comandado por los dos Johan, Cruyff y Neeskens. Cuando mi padre me vio llorar por la derrota de mis ídolos holandeses perdió toda esperanza de recuperarme para su causa y le dijo a mi madre: –María, este ‘huevón’ es culé de verdad. El día de Reyes de 1975, hallé junto al árbol un equipamiento completo de portero azulgrana, que mi propio padre había adquirido en ‘Suministros Frau’.
Años después, con Cruyff en el banquillo, viví la mágica noche de Wembley, en la que el Barça se quitó de encima el enorme complejo de no haber conseguido hasta entonces ninguna Copa de Europa. El holandés era un ganador nato y su equipo hacía un fútbol inigualablemente bello, del que es heredero el actual.
Hoy, desde luego, vivo el fútbol con menos pasión irracional y mucha mayor distancia, aunque con la misma afición por mi Mallorqueta. Pero siempre, en mi corazón de rojillo, habrá un rinconcito azulgrana dedicado a Johann Cruyff. Descansa en paz, maestro.