indePep

La emoción, en las personas, es anterior a la razón. La primera modula y condiciona a la segunda. Por ello, todos nuestros juicios aparentemente racionales están sazonados de alguna emoción que los condiciona o dirige. El fútbol, como ámbito eminentemente emocional, pone todo esto de manifiesto con clarividencia.


Las reacciones “de afecto” de algunos medios y opinadores patrios tras la caída en Champions del M. City de Guardiola y su conquista de la Premier League dan para un tratado de sociología. Existe una prensa
exageradamente crítica con él. La misma que se vanagloria de no mezclar jamás política con deporte sin dejar ni de enfocar el lazo de Pep ni de emitir juicios de valor acerca de sus ideas.


Por tanto, con el citado Pep -indePep para ellos- deben hacer la excepción que confirma la regla de no mezclar deporte y política. Además, disimulan mal la contrariedad emocional que les suponen esas ideas valientemente manifestadas y expuestas al mundo mediante un lazo amarillo -decididamente ofensivo en palabras del ministro Catalá-. Esa contrariedad condiciona sus razones y sus juicios puramente futbolísticos, de no ser así no se entiende tanto ninguneo hacia el de Santpedor.


A los entrenadores no se les debe medir atendiendo exclusivamente a lo títulos. Eso es de un reduccionismo absurdo. Se les debe valorar por la huella que imprimen en sus equipos y por la influencia positiva que su
liderazgo genera.

Guardiola ha ganado más que cualquier otro entrenador en el tiempo que lleva en activo, es un coleccionista de títulos, desde la Tercera división española a la Premier… Pero no es eso lo verdaderamente fascinante en su trayectoria.


Su contribución al fútbol viene de su capacidad para persuadir la mentalidad de cada futbolista y llevarle a su mejor versión, y de hacerlo a través de una idea de fútbol romántica heredada de Johan Cruyff, basada en la priorización de una técnica individual que permita el control del partido a través de la posesión del balón. El éxito al lograr compatibilizar ese principio con las exigencias competitivas actuales resulta un refugio para los amantes del buen fútbol frente a los apóstoles del pragmatismo resultadista. Él nos demuestra que jugar bien en el sentido amplio es el mejor camino hacia la victoria, y eso constituye un valor moral que, aprovechando el alcance global del fútbol actual, resulta impagable como ejemplo para millones de personas.

Guardiola jamás negocia sus principios futbolísticos, entrene en el país que entrene. Los antepone al resultado como un dogma de fe. Su glorioso Barça realizaba una presión alta todo el partido exenta de especulaciones en función del marcador, tenía una propuesta ofensiva honesta y descarada, era protagonista a través de una posesión que convertía el toque en algo productivo y no en un pasatiempo adormecedor y estéril (como sucedió más adelante con otros entrenadores y similar plantilla). Buscó jugadores técnicamente superdotados y a menudo físicamente renqueantes para plasmar un juego combinativo que se gestaba desde atrás en lo que algunos mediocres tildaban de “riesgo innecesario”, sin darse cuenta de que para gustar al público primero hay que gustarse a uno mismo.


En el mundo de hoy, una apuesta así no solo es contracultural, sino que enriquece tanto el espectáculo que debiera ser alabada sin matices.


El resultado en sí mismo no genera auténtico disfrute. Es el camino hacia él lo que tiene verdaderamente valor. Eso es extrapolable a cualquier ámbito de la vida y constituye un valor, como valores son, también, el hecho de no hacer jamás (al menos en su etapa Barça) un cambio defensivo, ni una pérdida intencionada de tiempo. Todo ello no fue obra exclusiva -como muchos dicen- de los jugadores, sino que nació de la convicción íntima de un entrenador que facturó un equipo que rozó una insólita y conmovedora perfección.


Debería haber más Guardiolas en todos los ámbitos de la vida, gente que huye de las tendencias para elevar su disciplina a un nivel superior. Tipos que cogen el testigo de sus maestros hasta superarlos, ajenos a críticas espúreas. Personas capaces de inspirar a otras personas.


Pero pongo la tele, leo el periódico y me abruman las críticas, ya no a Pep -no encuentran argumentos sólidos contra su talento- sino más bien a eso que acierto a llamar indePep, que es el entrenador sumado al ciudadano pensante que ejerce su libertad de expresión más allá del ámbito del fútbol.


Ahí no se perdona al disidente, se le espera para atizarle a la mínima caída -léase eliminación en Champions-. Son esos mismos que critican duramente al que mezcla política y deporte sin hacer la más mínima introspección. La emoción les impide ver lo que les dicta la razón. Escucho y leo que indePep gana porque maneja grandes presupuestos y cuenta con grandes jugadores.


Cierto. Pero, señores, eso es común a varios equipos en Europa. Olvidan que el mérito de Pep es el de convencer a sus equipos de adoptar un estilo tan alejado de lo ortodoxo y tan cercano a lo ideal que sólo puede lograrse desde un liderazgo y una ascendencia sobre el grupo que muy pocos entrenadores consiguen. Muy pocos.

Una vez más, el fútbol nos hace de espejo social y deja ver a las claras esas emociones y sentimientos que, al contaminar la razón de algunos, nublan la percepción sobre un profesional extraordinario que debe ser considerado -ya que nadie lo dice, lo diré yo- como el mejor entrenador ¿español? de la historia.

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