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Impresión barcelonesa

viernes 05 de octubre de 2018, 08:32h

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Viví tres años en la Ciudad Condal, en la Vila de Gràcia de aquella Barcelona preolímpica cuyas Ramblas eran el epicentro de una urbe mediterránea y sucia, con sus edificios emblemáticos camuflados bajo una capa de hollín gris; una ciudad sin franquicias comerciales, con sus botiguers, sus barberos, sus limpiabotas, sus prostitutas, su metro ajado, pero también con su parte alta burguesa, donde las pubilles de la alta sociedad paseaban un pijerío inigualable; una Barcelona que estrenaba autonomía, anhelo de casi todos los catalanes de la época, donde convivían en amable aleación lo hispánico y lo más genuinamente catalán sin que a casi nadie le pareciera que aquello ofendía sus sentimientos.

Naturalmente, he vuelto en muchas ocasiones, por razones profesionales o de ocio, y he asistido a la metamorfosis urbana que cambió para siempre la fachada marítima y algunos de sus barrios industriales, resaltando su belleza. Barcelona se puso guapa y ganó desde entonces una gran proyección internacional.

Llevo enojado con la situación catalana desde hace unos años. Me repatea que aquella sociedad tan activa, capaz como ninguna de crear y de emprender, se haya metido en un callejón del que todos, salvo sus dirigentes políticos, vemos que carece de salida.

Me pesa especialmente porque, al contrario de muchos de los que predican soluciones cargadas de odio visceral a lo catalán, yo amo Barcelona, Cataluña, su lengua, su cultura y su idiosincrasia, y aprecio, como hermanos que son, a sus ciudadanos, con los que muchos mallorquines compartimos lazos históricos y culturales.

Hace unas semanas, regresando de la Cerdaña francesa, tuve oportunidad de palpar la enorme fractura social que divide a los catalanes. Durante las dos horas de trayecto desde el túnel del Cadí hasta el cinturón barcelonés, en cada puente sobre la autopista, grupos de ciudadanos hacían lo imposible para que viéramos sus esteladas y sus pancartas con consignas independentistas, mientras los conductores iban pensando en sus cosas, ajenos al espectáculo cotidiano y cansino del Madrid ens roba. Hay que hacer visible el conflicto, porque si no, éste dejaría de existir. Me preguntaba qué enfermedad social, qué enajenación aquejaba a aquellos jóvenes que, en lugar de pasar aquella tarde de domingo con sus amigos, sus parejas o sus familias, lo perdían en desplegar una acción reiterada, hastiante, absolutamente inútil para la resolución de sus problemas.

Por la noche, decidimos cenar en un conocido local de la Barceloneta. Y, como si hubiera viajado en el túnel del tiempo, entre atracciones de feria y puestos de algodón de azúcar reapareció ante nosotros la ciudad fiestera, bulliciosa y alegre que siempre fue Barcelona, con un gentío paseando por la orilla bajo el cielo azul del veranillo de San Miguel. Salvo por las decenas de manteros que ofrecían tranquilos su mercancía ante la indiferencia de la Guardia Urbana, aquella volvía a ser la ciudad que conocí, diversa, trepidante.

Pedimos mesa, y el amable camarero pakistaní comenzó a montarla. Cuando nos sentamos, lucían ante nosotros platos rotulados con el emblema del local y una ostentosa bandera española. Nadie hizo comentario alguno, ni siquiera el amigo catalán con el que viajábamos, nos pareció a todos de lo más normal y dimos buena cuenta de los mejillones, la ensaladilla y las gambitas que nos fueron sirviendo.

Aquella noche, víspera de la Mercè, patrona de todos los barceloneses y protectora de la ciudad, supe que el secesionismo, por más que lo intente, no acabará jamás con esa Barcelona plural y palpitante de la que me enamoré hace treinta y siete años.
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