Arropado por intelectuales del fuste y la talla de Jorge Javier Vázquez, Pedro Sánchez presentó el libro jabonoso que le ha escrito Irene Lozano, periodista y política complaciente que transfugó desde UPyD a las listas del PSOE en 2015 y desde entonces chupa de la teta socialista, actualmente como directora de la Casa Árabe.
La cita estuvo cargada de ese fino humor de que Sánchez hace gala para quitar hierro a los asuntos más trascendentes. Se permitió incluso bromear a costa del relator salvadoreño -el tal Galindo, al que, a falta de imágenes, me imagino sin querer como su homólogo de Crónicas Marcianas (q.e.p.d.)-, y sacó a relucir su nívea y sensual dentadura con esas carcajadas de las que ya tuvimos amplia muestra cuando, en el debate de investidura, se descojonó de Alberto Núñez Feijóo desde la tribuna de oradores, rindiendo culto a los hitos del parlamentarismo español.
De la amnistía, en cambio, no hizo chiste alguno, pese a que sus fieles parroquianos la esperábamos ansiosos.
Y es que Pedro es tan gracioso, tan ocurrente y tan chistoso que se entiende mal que medio país lo califique con términos tan poco acordes con el humor, tales como psicópata, pistolero, Maquiavelo, felón, falso, traidor, embustero y otros tantos por el estilo. Incluso los hay -extremistas de lo peor- que señalan barbaridades como que el pueblo acabará por colgarlo por los pies -como a Mussolini en la Plaza de Loreto de Milán-, cuando, en realidad, media España quisiera verlo colgado, pero de otras partes, siquiera de forma metafórica y, por supuesto, humorística y de superbuenrollo.
Pedro se ríe mucho y a gusto, principalmente de sus votantes socialistas, a quienes trae locos con tanto cambio de opinión por el bien de la pacificación, la concordia y la hermandad de los pueblos. En cambio, de los infelices que hemos conservado un grado de dignidad suficiente como para no dar apoyo a nuestro cómico presidente, de nosotros no se ríe mucho, aunque lo intente.
El sentido del humor es un signo de inteligencia, sin duda. Ocurre, sin embargo, que de lo primero que se ríe alguien que no está interpretando un papel es de sí mismo. A mí, en particular, me pasa muy a menudo que me desternillo de las memeces que hago, especialmente jugando al pádel. Incluso me falto al respeto con descaro.
En cambio, Pedro no. Él está por encima del populacho. Quien se considera ungido con el don de reírse de los demás y mantenerse a salvo de las burlas ajenas es porque, o bien padece algún grave trastorno de la percepción o de la personalidad, o bien pretende camuflar con fuegos de artificio y carcajadas aquello que tiene bien poco de gracioso.