El semoviente Chris Haslam, jefe del área de viajes del prestigioso Times londinense se despachó hace una semana con un artículo –supuestamente en tono humorístico- titulado How to be Spanish que no es sino un compendio de majaderías y tópicos rancios acerca de la verdadera naturaleza de los españoles, según su británica percepción.
Ciertamente, incluso para nosotros resulta muy complicado hallar rasgos comunes a la totalidad de los españoles, pues si de algo somos celosos maestros es de mantener nuestra absoluta diversidad, de manera que vestir de toreros a catalanes, gallegos o canarios nos resulta hoy tan chocante como ver a alguien desayunar pan con sobrasada en Chipiona, en Tui o en Guetaria, aunque no digo yo que no se pueda, claro.
Que, de media, hablemos más alto que los daneses o los alemanes, pues puede que sí, aunque este rasgo tampoco no sea precisamente español, sino más bien mediterráneo, común a todos los pueblos del Sur de Europa. Ahora bien, habría que matizar que quizás nosotros hablamos alto, pero difícilmente damos la nota en la misma medida que los europeos del norte cuando vamos pasados de copas y eso que bebemos mucho ‘vino helado’.
En cualquier caso, querido Chris, me parece más sencillo describirnos mencionando lo que los españoles no somos en ningún caso. Para empezar, no somos sucios, ni en nuestro aseo personal, ni en nuestras casas. Excuso contar las anécdotas de los centenares de alumnos que han realizado estancias en casas de familias británicas y que regresan alucinados del escaso nivel de higiene de sus anfitriones, tan educaditos ellos, of course.
Tampoco somos tacaños. El más ‘ahorrativo’ de los catalanes –y perdón por recurrir a este falso topicazo- es exponencialmente más generoso, solidario y empático que cualquier otro europeo medio. Con diferencia abismal, somos la nación del mundo con más donaciones per cápita para trasplantes de órganos.
Cuando nuestros jóvenes viajan, la mayoría buscan, como es natural, ligar y divertirse. Pero no acostumbramos a arrojarnos desde los balcones de los hoteles, dormitar borrachos y drogados por las calles, enseñar colectivamente el culo como seña de nuestra identidad nacional o prostituir a nuestras chicas en bares para solaz de las redes sociales.
Pese a nuestra gastronomía, no solemos ir al extranjero a comer paella, frit o salmorejo, sino que tenemos curiosidad por probar lo bueno de cada lugar, que siempre lo hay, aunque sea en un país gastronómicamente tan rácano que se reconoce en el pastel de riñones y el fish and chips cocinado en grasa de vaca acompañado de cerveza sin espuma y cuyo cocinero más afamado se forra haciendo programas televisivos en los que prepara paellas con chorizo.
No viajamos al extranjero para adocenarnos en bares españoles, beber cerveza española, comer tortilla española y ver fútbol español y, al acabar, no nos divertimos pegándonos, violándonos o vomitándonos.
No inventamos decenas de deportes en los que los nuestros son una nulidad, bien al contrario, en realidad no inventamos ninguno, pero ganamos en casi todos con insultante frecuencia, incluidos los que inventaron coreanos o japoneses. El cricquet, eso sí, se lo dejamos mejor a los hindúes.
Nuestros supporters son ruidosos, seguro, hasta silban a veces nuestro himno nacional, pero desde luego no son conocidos en ningún país por haber provocado, con su salvajismo, catástrofes trágicas en estadios.
No somos ridículamente antieuropeos, ni conducimos por el lado equivocado, ni mucho menos nos enorgullecemos de nuestros defectos, que los tenemos y gordos.
Tengo profunda admiración por muchas cualidades del pueblo británico, tan bravo, tan creativo, a veces tan genialmente autocrítico y siempre tan esencial en nuestra propia historia.
Por eso le recomiendo a Chris Haslam que, antes de ladrar estupideces sobre otros pueblos, se mire un poquito en el espejo. Y añado a lo dicho un ‘¡coño!’ porque, por lo visto, los españoles siempre metemos tacos por todas partes.