Últimamente hablamos, o nos comunicamos, con ordenadores, la mayor parte del día. No me refiero únicamente al ordenador con el que trabajamos, ni al móvil, ni a ninguno de los numerosos aparatos con los que, al menos los de mi generación, tenemos que batallar para llevar una vida, apa-rentemente, normal.
Me refiero a ese otro submundo de comunicaciones en el que nos han sumido las grandes com-pañías (las que de verdad manejan nuestro presente y nuestro futuro), con la connivencia tacita de quienes nos gobiernan (por su incapacidad de frenar la situación).
Estoy cansada, agotada, de hablar con ordenadores primero, y con híbridos después (medio hu-manos, medio robots) para poder contratar, modificar, resolver un contrato, notificar una incidencia, una avería, un error en la facturación….
Nos gobiernan ellos: esas voces que nos contestan y nos indican que tecleemos nuestro número de teléfono, nuestro NIF, el idioma en el que queremos que nos hablen. No tengo la menor duda de que, en pocos años, nos harán teclear nuestra altura, nuestro peso y nuestra edad, aunque… seguramente dentro de unos años no habrá ni teclado, ni móvil alguno, sino cualquier otro artilugio inventado para controlarnos de forma más sibilina.
No me explico como alguien de la denominada “raza humana” puede llegar a ser aleccionado hasta el punto de convertirse en un robot humano. Alucino cuando la voz, al otro lado del aparato (que puede ser cualquier parte del mundo), me pregunta de nuevo la calle en la que vivo cuando hace 30 segundos se la acabo de deletrear con el abecedario completo. “Espere un momento por favor” y espero de nuevo…. “el ordenador no localiza su domicilio. No tiene usted línea contratada”. Por enésima vez, le explico a esa voz, que no sólo tengo línea, internet, canal plus, antena parabólica instalada por ellos, sino que pago cada mes una factura que no corresponde a lo que tenía que pagar.
Pero la voz sigue insistiendo “usted no tiene contratada ninguna línea”. “Tenemos que grabar de nuevo el contrato”. Llevamos casi 20 minutos de conversación absurda, esa máquina humana y yo, y me vuelve a preguntar como me llamo y dónde vivo. Y le vuelvo a deletrear el nombre catalán de esa calle innombrable, con la esperanza de que durante el tiempo que ha transcurrido aparezca milagrosamente ese contrato en su terminal.
No existo. Pago cada mes pero no existo en esa base de datos. Podrán incorporarme a un fichero de morosos si no pago, pero mi contrato no aparece. No puedo dar de baja esa línea porque no existe tampoco. Ionesco tendría guión para varias novelas.
Llevo mas de veinte años pleiteando en Juzgados civiles y penales y, es curioso, para afrontar una llamada a esas compañías necesito un mínimo de dos tés, dos semanas previas de concen-tración, y un día optimista que me convierta en un ser capaz de tener una paciencia infinita para deletrear de nuevo el nombre de esa calle en catalán, a una persona/robot que puede estar en cualquier parte del planeta, y que me dejará colgado a la espera de no se que, varias veces antes de liquidarme definitivamente con un “paso la llamada al departamento de.. para resolver la inci-dencia”.
Pero esto no es lo peor, lo peor viene después cuando por fin localizan tu línea y les dices que quieres darla de baja. Entonces desaparecen los robots y en un extraño viraje al pasado, nos dicen que tenemos que enviar UNA CARTA !!!!, una carta en los tiempos que corren!!! y a un código postal de Madrid. Cuando ya no nos acordamos ni de dónde están los buzones, resulta que para dar de baja un contrato tenemos que enviar una carta y aquí no pasa nada. Nos estamos volviendo locos.
Me consuela (consuelo de tontos), que a todos nos pasa lo mismo, incluso a los que tienen el poder para legislar y no modifican las Leyes para evitar que esto suceda.