Estos días, el seis y siete de abril, se cumple el tristísimo vigésimoquinto aniversario del genocidio de Ruanda de 1994, en el que, en apenas tres meses, entre quinientas mil y dos millones de personas, según diferentes fuentes, fueron masacradas salvajemente, muchos de ellos a machetazos, siendo ochocientas mil la cifra que reúne un mayor consenso.
Las víctimas fueron en su mayoría de la fracción tutsi, minoritaria pero que históricamente habían dominado la política y la economía del país, pero también fueron asesinados muchos hutus, la fracción mayoritaria de la población, asesinados a los que que la prensa internacional viene desde entonces denominando “hutus moderados”, un calificativo muy desafortunado, ya que implica que el resto de hutus eran extremistas, cuando la matanza fue llevada a cabo por solo una parte de la población hutu.
La relación entre hutus y tutsis, tanto en Ruanda como en la vecina Burundi, ambas con una composición étnica similar, alrededor del 85 % de hutus y el 15 % de tutsis, con no más de un 1 % de pigmeos twas, que son los habitantes originales de la zona, han sido malas durante siglos, desde que los tutsis se impusieron militarmente, se hicieron con el poder político, económico y social y relegaron a los hutus a un papel subordinado, en muchos casos de vasallaje y servidumbre, lo que ha alimentado un resentimiento ancestral entre los hutus, pero la situación empeoró con la infame administración colonial de Bélgica, que favoreció la posición preponderante de los tutsis y alimentó la confrontación entre ambos grupos.
Desde la independencia, en 1962, se sucedieron continuos enfrentamientos, guerras civiles y golpes de estado, hasta la llegada al poder del general Habyarimana, hutu, que implantó un régimen de discriminación y acoso “de baja intensidad” contra los tutsis, con episodios periódicos de limpieza étnica y gran animosidad promovida sobre todo desde algunas emisoras de radio. En 1993, el 6 de abril, el avión en que viajaba con el presidente de Burundi, Ntaryamira, también hutu, fue derribado, muriendo ambos y se desencadenó el apocalipsis.
El atentado contra el presidente fue el desencadenante de la tragedia, pero ni mucho menos fue espontáneo. El propio Habyarimana llevaba años promoviendo desplazamientos y matanzas de tutsis, había establecido la obligación de un carnet de identidad que indicaba la pertenencia étnica de la persona, con lo que todos los tutsis estaban identificados, las radios llevaban meses, o años, lanzando invectivas contra ellos, denominándolos cucarachas y se había distribuido entre la población hutu afecta abundantes armas, sobre todo machetes de gran tamaño, de modo que cuando desde las emisoras de radio se llamó a la venganza por la muerte del presidente, la carnicería empezó de inmediato y no cesó hasta que el Ejército Patriótico Ruandés, brazo armado de los exiliados tutsis fundado en 1990 para combatir a Habyarimana, consiguieron hacerse con el control del país en julio. En tres meses se había exterminado a cerca de un millón de personas, otros millones tuvieron que huir y otras decenas de miles, los hutus genocidas junto a sus familias y secuestrados, huyeron a la República Democrática del Congo, donde muchos siguen hoy en día y donde han sido causa constante de conflictos.
El Consejo de Seguridad de la ONU creó un tribunal especial para Ruanda, que ha juzgado y condenado a los principales responsables del genocidio, excepto algunos que aun hoy en día siguen huidos, y miles de actores secundarios. Otros cientos de miles han sido juzgados en Ruanda, muchos en tribunales tradicionales sin las condiciones y garantías mínimas exigibles y aunque se ha avanzado en la reconciliación del país, 25 años después quedan muchos aspectos oscuros.
Nunca se ha aclarado quién fue realmente responsable del derribo del avión presidencial, ni de dónde salieron las armas con las que masivamente se proveyó a la población, ni qué papel exacto jugaron los servicios secretos franceses y quizás otros. Tampoco se ha aclarado quién armó al ejército tutsi, ni se han depurado responsabilidades ni se ha juzgado a los responsables del avance a sangre y fuego del mismo, que produjo otras decenas de miles de muertes de civiles, que si bien no pueden considerarse genocidio, puesto que no afectaron a ninguna etnia en exclusiva, sí deben considerarse crímenes de guerra, ni se ha hecho nada contra la detención indefinida sin juicio y en condiciones infames de miles de hutus contra muchos de los cuales no hay pruebas ni indicios de que estuvieran implicados en las matanzas.
El genocidio se podía haber evitado, las señales eran evidentes desde hacía tiempo y se habían agravado por lo menos desde tres años antes y la solución posterior dista mucho de haber sido satisfactoria. Si no aprendemos las lecciones, estaremos condenados a seguir asistiendo a genocidios, a limpiezas étnicas y a incrementar por millones el número de desplazados y refugiados. Hay, entre otros, un genocidio en marcha hace años en Darfur, en Sudán, limpiezas étnicas y guerra civil en Sudán del Sur y en la República Centroafricana, un conflicto interminable en las provincias orientales de la República del Congo, signos alarmantes de preparación de guerra civil y genocidio en Mali contra la etnia Fulani, aparte del conflicto enquistado desde hace décadas con los tuaregs, guerra civil de clanes en Libia, limpieza étnica de roginyás en Birmania, anuncio descarado de agresión contra los kurdos sirios por parte del presidente de Turquía, Erdogan, agresiones con voluntad de desplazamiento de sus tierras o exterminio contra tribus amazónicas en Brasil, Ecuador, Perú, Colombia, Bolivia y Paraguay y tantos más.
Seguiremos contando muertos, mutilados, explotados, desplazados, refugiados y exiliados.