Genocidio en Birmania

La matanza y expulsión de Birmania de la minoría rohinyá , de etnia bengalí y religión musulmana, por parte del ejército birmano, con el apoyo indisimulado de la población birmana budista y la aquiescencia, como mínimo por omisión, del gobierno, ha sido calificada por lo expertos de la ONU como una limpieza étnica de manual y, por tanto, un delito de genocidio.

La represión desatada por los militares se ha concretado en miles de muertos y centenares de miles de desplazados, que sobreviven en condiciones infrahumanas en campamentos montados apresuradamente en territorio de Bangladesh. Se calcula que más de setecientos mil rohinyás, de una población total total de poco más de un millón, están ya en los campos de refugiados y siguen llegando a miles, lo que da una idea de la magnitud de la tragedia. Además, los campamentos están situados en terrenos inundables, por lo que los trabajadores de la ONU y de las oenegés sobre el terreno temen la aparición de epidemias y que las precarias instalaciones no podrán resistir las lluvias monzónicas, lo que convertiría la situación en dantesca.

El acuerdo alcanzado hace unas semanas entre los gobiernos de Bangladesh y Birmania bajo los auspicios de la ONU, contempla el retorno ordenado de los refugiados, pero hasta ahora el gobierno birmano solo ha aceptado unos pocos miles que son reticentes a retornar, ya que no hay garantías de respeto a su integridad física y no saben si encontrarán ninguna casa a la que volver, ya que el ejército y las autoridades birmanas están llevando a cabo una destrucción sistemática de los pueblos rohinyás, arrasándolos por completo, hasta el punto de que no queda ni rastro, como se ha podido comprobar en imágenes aéreas tomadas por observadores internacionales.

Tampoco parece el gobierno birmano dispuesto a concederles la plena ciudadanía birmana, lo que les seguiría dejando en el limbo de la consideración de apátridas. Lo que sí parece dispuesto a hacer el gobierno de Yangón es levantar un muro o una valla, otro muro más en el mundo, en la frontera con Bangladesh. Y para el gobierno bengalí, que tiene sus propios graves problemas de superpoblación, precariedad de vivienda y pobreza extrema, la presencia en su territorio de casi un millón de refugiados supone un gravísimo contratiempo para el que no tiene recursos, por lo que se le ha ocurrido la posibilidad de trasladar a los rohinyás a una isla deshabitada y, por tanto, sin servicios de ninguna clase en el golfo de Bengala, lo que agravaría aún más su situación, que devendría desesperada.

El drama de los rohinyás es uno más de los muchos conflictos mundiales, la mayoría ignorados u olvidados por las sociedades bienestantes, que implican limpiezas étnicas, genocidios, violación de derechos humanos, explotación de comunidades enteras y desplazamientos masivos de población. Conflictos en Siria, Nigeria, en el Congo, en Ruanda, Burundi, Uganda, Zimbabue, Etiopía, Eritrea, Sudán del Sur, Libia, Yemen, Pakistán, Afganistán, Tailandia, Indonesia, Filipinas, Papúa Nueva Guinea, Venezuela, Ecuador, Colombia, Paraguay, Brasil y muchos otros países, también en Europa, en Rusia, Ucrania, Georgia, Turquía, Kosovo, Macedonia, Chipre, Moldavia, incluso dentro de la propia Unión Europea, en Hungría por ejemplo.

Pero en el caso de Birmania hay un elemento añadido que supone un baldón especial para la humanidad. La mujer que manda realmente en el gobierno civil, aunque no ostente ningún cargo oficial, es Aung San Suu Kyi, que fue perseguida por la junta militar, retenida bajo arresto domiciliario durante décadas y a la que le fue concedido el Premio Nobel de la Paz por su resistencia ejemplar ante la injusticia y la infamia. Pero todo el prestigio acumulado lo ha perdido con su actuación, o quizás sería mejor decir su no actuación, su desidia, ante el genocidio cometido sobre unos de sus propios conciudadanos, aunque ni ella misma ha tenido el coraje de considerarlos como tales y nunca les ha defendido contra la arbitrariedad de los militares.

El comité noruego del Nobel debería considerar seriamente retirarle el premio, ya que su nombre en la lista de receptores no hace sino desprestigiarlo. Claro que en esa lista también hay nombres infames, como Henry Kissinger y Le Duc Tho, dos de los mayores responsables de la guerra de Vietnam, aunque Le Duc Tho tuvo al menos la decencia de rechazarlo, si bien seguramente no porque no lo merecía sino porque lo despreciaba, como Menachem Begin y Anuar al Sadat, como Isaac Rabin, Shimon Peres y Yasir Arafat, todos involucrados en los baños de sangre entre israelíes y árabes, y algunos más cuyas contribuciones a la paz son, cuando menos, dudosas.

Es triste observar como una persona dilapida en unos pocos meses el inmenso prestigio acumulado durante décadas de oposición y resistencia ejemplares, con un elevadísimo coste personal, ante la injusticia, el abuso y la iniquidad, y ahora, en cambio, es incapaz de oponerse y denunciar el genocidio que su propio gobierno está cometiendo sobre un grupo de sus conciudadanos, aunque ella no les reconoce ese estatus, lo que aun hace más indecente su posicionamiento.

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