La espada legendaria del Rey Arturo ha cobrado un inusitado protagonismo de un tiempo a esta parte, como si la Dama del Lago nos la hubiera devuelto sin la intervención de Merlín. A buen seguro que en las últimas horas ha repetido su nombre en las redes sociales más gente que leyó la Historia de los Reyes de Britania, desde el siglo XII cuando se refirió la mítica arma medieval por primera vez y de la que muchos no habían oído hablar hasta que este miércoles un perro, que así le llamaban, fue sacrificado para evitar la propagación de una terrible enfermedad.
No quisiera desviar mi atención sobre el problema esencial: la pandemia que está arrasando la generación que sobrevivió al sida en África y su posible expansión por otros continentes, hasta que logremos atajar esta crisis internacional. Aun así, deberíamos solicitar a los laboratorios que, si les deja tiempo la búsqueda del fármaco o vacuna que acabe con su contagio, investiguen sobre los motivos por los que esta sociedad ha perdido súbitamente el juicio, en un brote de locura que no la curan los psiquiatras. Sólo la histeria colectiva, generada por el pánico que ha despertado la proximidad del ébola, puede explicar la desproporcionada reacción al desenlace fatal de un cuadrúpedo y la inhumana oleada de bulos que han colapsado internet con falsos brotes víricos repartidos por toda la geografía nacional e incluso la propia defunción de la primera víctima humana contagiada al norte de Guinea.
Vaya por delante que estoy dispuesto a comparar mi amor por los animales, todos –incluidos los ratones-, con cualquiera de los que ayer se pronunciaron violentamente contra los seres humanos que racionalizan sus decisiones, a riesgo de equivocarse, pero sin miedo a que algún energúmeno las conteste interpomiemdo la fuerza. Sobre todo, porque el centenar de manifestantes o los cientos de miles que se pronunciaron en salvaguarda de una mascota lo hicieron sin conocimiento de causa y blandiendo la espada de Excálibur contra las personas, sin calibrar sus posibles consecuencias. No estar a favor del cruel acoso al toro de la Vega, ni siquiera aceptar que zahieran a un ser vivo por distracción, invalidó que debiéramos sacrificar miles de vacas cuando la Encefalopatía Espongiforme Bovina puso en peligro la salud mundial. Este amigo fiel de la pareja, afectada por las derivadas de una pandemia que se está descontrolando, ha sufrido las consecuencias de la impericia humana y es la víctima inocente de un destino cruel, del que nadie se congratula. Lo que resultan injustificables son los despropósitos que hemos debido escuchar y quienes han aplaudido las ocurrencias. El premio a la estulticia se lo lleva la intolerable ‘boutade’ que pronunció un referente esnob, como Arturo Pérez Reverte, que prefiere dejar en observación el can y sacrificar a la ministra. Este insigne “erudito” y quienes le secundan deberían frenar su vehemente locuacidad y admitir como modelo la moderación del presidente del Consejo General de Veterinaria, Juan José Badiola, que afirmó sin reparos que “en una crisis de salud pública hay que aplicar la precaución. Sobre todo porque los perros no padecen la enfermedad, pero no podemos descartar que puedan ser transmisores de la misma”.
Siento mucho el final de este leal compañero, pero no más que el de los 15.000 perros que son sacrificados cada año en España, el país de la Unión Europea que más recurre al abandono de mascotas. Según un informe correspondiente al año 2010 de la Fundación Affinity, se recogieron cerca de 109.000 perros y casi 36.000 gatos, o lo que es lo mismo, más de 400 animales de compañía fueron dejados a su suerte cada día. Espero y deseo que el afán por la salvación de uno en particular no se desactive cuando haya servido de palanca política y valga para que varios miles de semejantes tengan mayor y mejor calidad de vida.
Con mi esperanza puesta en que Excálibur tarde mucho en reencontrarse con Teresa Romero, así como que Miguel Pajares y Manuel García salden el balance mortal de esta infección, no podemos olvidar que el causante de la fiebre hemorrágica aún está lejos de provocar en estos lares los efectos de otros virus (sólo la gripe común mata cerca de 1.500 personas al año en la península ibérica) o bacterias (la legionella ha terminado con diez personas en Sabadell estas últimas fechas). Lo que me temo es que esto no ha hecho más que empezar y que los pronósticos que publiqué hace tres semanas en este mismo espacio serán superados por la realidad.