Vivimos en la era prohibicionista, de la cancelación y de las políticas identitarias. En la era de la ideología ‘woke’ disfrazada de buenas intenciones pero que esconde un pensamiento único muy peligroso y que se fundamenta en un neomarxismo cultural que reemplaza la lucha entre clases por la lucha entre minorías culturales. Buscan el paso de una supuesta sociedad opresiva a una inclusiva en la que todos, independientemente de su sexo, raza, identidad sexual, tengan igualdad de derechos. Para alcanzarlo, consideran lícito censurar al sector que ellos ven como privilegiado de la sociedad. Así, surge la denominada “cultura de la cancelación”.
La izquierda lo ha apostado todo a las políticas identitarias. No queda nada de lo que alguna vez fue: ni igualdad de oportunidades, ni justicia social ni políticas de progreso. Han abandonado hasta la lucha de clases porque su única obsesión es su agenda identitaria. Colectivizan a las mujeres, patrimonializan la defensa de los derechos LGTBI.
Expulsan a quienes no piensan como ellos. Su última víctima, esta misma semana, Rafael Nadal, porque no les gusta lo que dice. Eso sí, cero mensajes de la izquierda fundamentalista condenando el asesinato del opositor ruso Alexei Navalny, referente de la resistencia ante el régimen opresor del tirano y autócrata Putin. Y así todo. Como lo del Ministro Urtasun anunciando la ‘descolonización’ de los museos de España a la vez que el PSOE seguía con su ‘colonización’ de la Administración y utilizando las instituciones públicas como agencias de colocación. La última de la lista interminable, la ex Ministra Carmen Calvo. Sin embargo, el ex ministro de IU Alberto Garzón ha tenido que renunciar a trabajar en la empresa privada tras las críticas de sus propios colegas, los de la cultura woke.
Parece claro que el legado político de este Gobierno será la polarización, el deterioro de las instituciones, la deslegitimación del contrario y una realidad política en blanco y negro que exige adhesiones ciegas en lugar de consensos. A todo ello se une el auge y la consolidación de que los valores democráticos peligran cada día por los populismos de toda condición y la amenaza de las pulsiones iliberales y autoritarias. No tenemos la sensación de vivir mejor que nuestros padres, y tampoco la de poder asegurar el futuro de nuestros hijos. Las clases medias están en peligro, amenazadas por moralistas de todo signo que buscan colectivizarla y anular al individuo. Nos dicen lo que tenemos que pensar, nos dicen lo que tenemos que decir - y lo que no decir- y nos dicen lo que tenemos que hacer. Aquí viene lo peligroso, porque no hay nada más liberticida que el dogmatismo y el fundamentalismo.
Como liberal, defiendo -no siempre a gusto de todos- que la libertad de expresión es sagrada y la censura es la última frontera. En contra de la cultura de la cancelación, en contra de la censura en cualquier espacio público físico o digital, en contra de los límites a la libertad de creación y en contra de la inercia creciente de anular al adversario para que no pueda opinar; venga de donde venga. Porque cuidado, la libertad no está garantizada y la amenaza de que todo en lo que creemos muera por el camino es real.