En el punto medio está la virtud

Como muy bien afirmaba Aristóteles, “la virtud es una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto”. En este sentido, he de reconocer que me confieso partidario de exportar este brillante principio moral a nuestro día a día, en la medida que, en términos generales, siempre encontramos en nuestras vidas tres elementos básicos: el más, el menos, y finalmente, lo igual; resultando lo igual una especie de término intermedio entre el exceso y el defecto, entre lo más y lo menos. Cuando trasladamos este principio a una cosa concreta, el medio es ese punto que se encuentra a igual distancia de los dos extremos. Y cuando lo aplicamos a nuestro comportamiento, a las personas, el punto medio es el que aporta cordura, es lo que no peca, ni por exceso, ni por defecto; es donde se encuentra el equilibrio.

Resulta obvio que no todo puede quedar recogido bajo el paraguas de este principio, en la medida que hay cosas que son malas en sí mismas, como la pobreza, la injusticia o la violencia, pero, en general, en nuestra vida sí que deberíamos ser capaces de luchar por encontrar ese punto medio que, en última instancia, nos brinde la felicidad. Recordemos que para Thomas Merton “la felicidad no es una cuestión de intensidad, sino de equilibrio y orden, ritmo y armonía”.

Conclusión fácilmente deducible de lo hasta ahora apuntado es que no creo en fundamentalismos, posicionamientos inamovibles ni principios inquebrantables pues, por lo general, y como bien ha venido quedando demostrado a lo largo de nuestra historia, todos ellos nos acercan de manera incontestable al fracaso. Cuánto más nos acercamos al extremo en cualquier cosa, más nos alejamos del equilibrio, del punto medio que permite observar y examinar los temas desde la equidistancia y acercarnos a la verdad, lejos del fanatismo y demás conductas que acaban desembocando en despotismos y autoritarismos poco saludables.

No es tarea fácil encontrar ese equilibrio. No es nada sencillo, ni siquiera en los más pequeños detalles de nuestra vida, porque en ocasiones nos dejamos llevar por lo visceral, por impulsos que, en demasiadas ocasiones, no han encontrado el suficiente mimo y proceso de reflexión interior. Y otras veces ocurre que, agarrados a principios incuestionables e inatacables, nos sentimos más cómodos, nuestra vida resulta más fácil y no sentimos miedo al no tener que abandonar nuestra siempre añorada zona de confort.

En este sentido, no olvidemos que el primer campo de batalla lo tenemos en nuestro interior. Ahí comienza el camino. De hecho, es el primer paso y el más importante, dado que si somos capaces de alcanzar ese equilibro interior, extrapolarlo al resto de nuestra vida será, sin duda, mucho más sencillo. Y a partir de ahí, no nos marquemos límites. Incluso en temas tan controvertidos como la religión o la política, debemos ser capaces de empatizar, observar con atención todas las posiciones sobre un determinado asunto y encontrar ese camino intermedio que puede comenzar a dibujar la solución.

Por poner un ejemplo de rabiosa actualidad y, por cierto, nada pacífico. Acabamos de celebrar el trigésimo octavo aniversario de nuestra Carta Magna, nuestra Constitución Española. Hay quien sostiene que nos hallamos ante un texto legal que, por su importancia, trascendencia histórica y por las posibles consecuencias que pudieran derivarse de una posible reforma, resulta mucho mejor dejarla como está. No toquemos lo que ha venido funcionando razonablemente bien durante tanto tiempo. Cumple un papel esencial como referencia, como marco normativo último del ordenamiento jurídico español. Por otra parte, los hay quienes directamente la dejarían sin efecto por considerar que nos hallamos ante un resquicio del régimen dictatorial predemocrático que no tiene ninguna razón de ser al no contemplar una organización territorial y socioeconómica adaptada a los tiempos que corren. Pues bien, sinceramente creo que ambas posiciones tienen razón en determinados aspectos, pero de manera absoluta no puede estar de acuerdo con ninguna de las dos.

Nuestra Constitución merece un respeto. Fue fruto del consenso alcanzado a través de un azaroso y complejo proceso de negociación que no debemos dejar caiga en el olvido. No obstante, es evidente que han transcurrido casi cuarenta años desde su promulgación, y sería absurdo no reconocer que el texto normativo necesita de una más que imprescindible reforma en gran parte de su articulado, comenzando por el propio diseño territorial de nuestro país, el verdadero papel que queremos dar al Senado como auténtico órgano de representación territorial o, cómo no, sentar las bases, de una vez por todas, de un sistema de financiación autonómico justo. Y se tiene que poder hacer, sin que nadie se rasgue las vestiduras. Y se puede lograr porque la modificación de nuestra Constitución no perturba la memoria de lo que siempre ha de significar como texto conciliador, con clara intención de unir, enlazar, de buscar puntos de conexión entre distintos pueblos que compartimos una misma idea de país. Pero todo ello reconociendo que España ha cambiado y que necesitamos adaptarnos a las nuevas necesidades, a las nuevas inquietudes, a nuestra posición en la Unión Europea y, en general, a nuestro lugar en el mundo. Nadie dijo que fuera fácil. Debemos recorrer un duro camino dispuestos a escuchar posiciones contrarias a las nuestras y otras formas de pensar con las que, quizás no estemos tan lejos de sentirnos identificados. En última instancia, es una cuestión de prestar mucha atención y escuchar, empatizar, intercambiar formas de ver las cosas y negociar, con lo que ello conlleva de renuncia y cierta resignación por no lograr todo lo que cada una de las partes se propone inicialmente. Es una cuestión de equilibrio…de encontrar ese punto medio que nos acerca a la virtud.

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