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Elogio a la minifalda

Por Pep Ignasi Aguiló
martes 07 de enero de 2025, 05:00h

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Recuerdo que cuando se produjo el cambio de siglo un grupo de estudiantes me preguntó, en presencia de un insigne profesor de historia de la Complutense, sobre cuál consideraba que era el invento más relevante del siglo XX. Inmediatamente pensé que era la minifalda, aunque, como entonces todavía estaba en la treintena, y la indumentaria femenina siempre es un terreno peligroso para un varón, me mordí la lengua y dije que la penicilina.

Pero ahora, ya he traspasado los sesenta, así que me atrevo a ser algo más sincero. Y eso, a pesar de que ese terreno se ha vuelto, si cabe, todavía más pantanoso. En cualquier caso, como estamos en los primeros días de un año que auguro puede ser mejor que los anteriores, me ha parecido adecuado iniciarlo tratando un tema aparentemente más ligero.

Efectivamente, la revolución protagonizada por las mujeres occidentales -y luego extendida al resto del mundo- es el hecho, con diferencia, más relevante de los tiempos modernos. La economía, la política, la geopolítica y todos los elementos de las relaciones sociales se han transformado para adaptarse a una nueva concepción posrevolucionaria de la vida.

En este sentido, sí el burka supone la opresión, su contrario supone la liberación. La voluntariedad, el disfrute del propio cuerpo, la alegría de vivir, la confianza en los demás, la libre diferenciación, la atracción entre los sexos, la inhibición de los complejos, la seguridad del espacio público, la libertad y, en definitiva, los más genuinos valores que hicieron grande a occidente.

Sí hasta la segunda mitad del siglo XX la historia de la humanidad estuvo caracterizada por temores de todo tipo; por la miseria derivada de la enfermedad, la guerra o el hambre. La explosión de prodigios artificiales con que se inaugura la centuria (la luz eléctrica, las telecomunicaciones, el cine, la refrigeración, las vacunas, el automóvil, la aviación, etc.) supone un canto a la esperanza, a la posibilidad efectiva de alcanzar una vida mejor para todos. Una promesa que, sin embargo, no se hará realidad hasta después de que tuvieran lugar las dos más terribles guerras jamás conocidas. Guerras protagonizadas, como siempre, mayoritariamente por hombres.

Precisamente por eso, cuando llegó la paz, fueron ellas, las mujeres, las que hicieron posible la promesa de poder disfrutar, por fin, de los aspectos lúdicos y banales de nuestra existencia. Aprovechar las ventajas que la naturaleza nos ofrece, no para la mera subsistencia, sino para el goce. Por fin la pasión entre los sexos deja de ser peligrosa, oscura y pecaminosa para convertirse en alborozo y regocijo.

¡Viva la vida! parecía ser la nueva consigna que ofrecían. El cambio en el rol de las féminas fue el motor de todo el proceso, ahora podían hacer cualquier cosa en la vida más allá de la natural maternidad. Ya no tenían que vestir de negro, ya no tenían que esconder sus cuerpos de forma resignada, ya no tenían que temer. Un elevado grado de civilización. El color había llegado para quedarse, mientras los varones asistían al proceso en un segundo plano, casi como meros espectadores pasivos.

Las mujeres, con sus novedosas indumentarias recortadas, permitieron que todos pudieran dejar atrás las rígidas reglas establecidas por la religión y el control social. Las potencialidades, y las posibilidades, se ampliaron para beneficio colectivo. La moda, formalmente iniciada por la británica Mary Quant, era la materialización del aperturismo consagrado en el Concilio Vaticano II por “il Papa Buono”. Un “aggiornamento” que de hecho permitía ir mucho más allá en la transformación del mundo. No en vano las décadas siguientes fueron un auténtico festival de libertad, entusiasmo y prosperidad. Muchos, incluso llegaron a afirmar que se habían conseguido superar los demonios seculares de la humanidad. El mundo era claramente mejor en los cinco continentes.

Por todo ello, cuando el feminismo de última hora sorprendentemente se abraza con el yihadismo que interpreta más radicalmente la sharía, al tiempo que considera cosificación casi cualquier centímetro de piel femenina a la vista, me parece oportuno hacer un canto a la minifalda. Incluso me atrevo a proponer que se discuta, en el pleno de algún municipio valiente, sí la prenda es merecedora de una calle. ¡Feliz año!

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