El turismo de masas es una maldición

Agosto está acabando y la investidura, de quien sea, parece que va para largo, aunque las posibilidades de Núñez (Feijoo) son nulas, a no ser que el PNV diera un muy improbable giro de 180 grados, no de 360 como he oído en alguna radio, en su postura actual. Las de Sánchez (Pérez-Castejón) tampoco son muy halagüeñas, al menos si nos atenemos a las exigencias manifestadas por ERC y Junts, que no parece que puedan ser satisfechas por el PSOE en estos momentos de la historia.

Nos esperan entre tres y cuatro meses de incertidumbre, quizás más, y puede ser que una repetición de las elecciones y después ya veremos, así que más vale que nos lo tomemos con calma y sigamos con nuestras vidas, como hicieron durante décadas, y aun ahora, los italianos, que seguían con sus cosas a través de innumerables crisis de gobierno, elecciones, coaliciones, tripartitos, tetrapartitos, pentapartitos, con Giulio Andreotti siempre en el meollo y la alargada sombra de la mafia siempre presente.

De momento acabemos el periodo estival lo mejor posible, lo que resulta difícil con las temperaturas cada año más altas y la insoportable invasión de las hordas turísticas, cada vez más numerosas y depredadoras. De hecho, el turismo masivo es una maldición a nivel planetario. Venecia está a punto de convertirse, si no lo es ya, en la primera ciudad parque temático. A Florencia no le falta mucho. En Atenas hay que soportar horas de cola bajo un sol de justicia y un aire contaminado por el tráfico rodado y el humo de los incendios que arrasan Ática y Eubea para visitar la Acrópolis en manada borreguil, unos minutos, unas fotos y fuera. Lo mismo pasa en Barcelona con la Sagrada Familia, el Parc Güell, el mercat de Sant Josep (La Boqueria), la fiesta mayor de Gràcia, absolutamente sobrepasada y la gentrificación de barrios enteros, como el propio de Gràcia, el Raval, Ciutat Vella, el Poble Sec o Sant Antoni-Esquerra del Eixample. Y por si fuera poco, en los últimos años se ha añadido la mamarrachada de los cruceros, que vomitan por unas pocas horas unos cuantos miles de turistas que se acumulan en el centro o los lugares más emblemáticos, que se convierten en auténticos vagones de metro en hora punta y obligan a abrirse paso a codazos para desplazarse.

Es igual donde vayas, Roma, París, Londres, Nueva York, qué más da, todo está lleno. No puedes ir a museos, a conciertos, a cualquier tipo de evento si no has reservado y comprado con antelación. Igual si quieres ir a lugares naturales: colas para ascender al Everest, overbooking en el Congost del Ravell, marcha lenta en la garganta del Cares, lista de espera para expediciones en kayak a Groenlandia y no digamos los safaris fotográficos en los parques nacionales y reservas privadas en África. Excepto en los lugares donde hay guerras o en zonas ultrarremotas, todo está lleno. Y con las compañías aéreas de (no tan) bajo coste que viajan a aeropuertos y ciudades secundarias, la invasión se extiende como una mancha de aceite a ciudades como Presov, Burgas, Maramures, Smolyan, Ruse, Cluj, Trnava, Satu Mare, Brasov, Aalborg, Constanza, Tromso, Oulu, Katowice, Lublin, Flensburg, Ostende, Groningen, Dunquerque e innumerables más. Te compras un billete a una ciudad europea de segundo o tercer orden con el objetivo de viajar, no de hacer turismo y te encuentras con mucha gente, no tanta como en los sitios masivos y, es verdad, suelen ser personas más preocupadas por el respeto a las costumbres locales y al medio ambiente y dispuestas a una experiencia viajera, pero puede llegar también a ser agobiante.

El turismo masivo es una auténtica desgracia para el medio ambiente. Genera una inmensa cantidad de CO2 y gases de efecto invernadero y un desaforado consumo de recursos de todo tipo: hídricos, energéticos, alimentarios, de territorio y habitacionales, sobre todo en una isla pequeña como la nuestra, así como ejerce de agente de desestructuración social, provoca inflación desbocada de los precios de la vivienda y del coste de la vida y genera toda una actividad criminal de tráfico de drogas y de personas, sobre todo para ejercer la prostitución.

Hay quien dice todavía que el turismo ha sido y es una bendición para Mallorca y las Baleares. Quizás lo fue en su momento, en los años 50, 60 y 70 . Era otro turismo, otra Mallorca, otra España y, sobre todo, otro mundo y otro clima. Ahora es un turismo masivo absolutamente desmedido, desmesurado, desenfrenado, en otra Mallorca, otra España, otro mundo y otro clima y se ha convertido en una maldición peor que las diez plagas de Egipto.

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