Siempre había sentido la necesidad de escribir algo sencillo, muy sencillo -casi a ras de suelo, tal como el vuelo gallináceo- sobre el placer, esa sensación o sentimiento positivo y agradable que suele manifestarse cuando los seres vivientes del planeta satisfacen plenamente alguna necesidad.
Escribo este mi primer artículo del nuevo año 2019 y lo hago, como es mi estilo, improvisando que es gerundio. De manera que es previsible que el resultado final sea una mezcla de superficialidad, desinformación y gandulería (¡ese es mi Santacana!, como podría decir alguno de mis escasos pero fieles lectores). Vamos allá, a ver si logro aclararme.
Mucho me parece que hay distintos tipos de placer, por decirlo de alguna manera; seguramente poco científica pero resultona, o sea, inteligible. Intentaré clasificar-los aunque sea de modo resumido: un placer psíquico: digamos que responde a todo aquello relacionado con la imaginación, la fantasía, el humor, la alegría, el equilibrio, la paz, la serenidad... es decir, todo aquello que tiene que ver con este concepto tan abstracto como es lo que conocemos como “felicidad”; el placer intelectual: que nace al ampliar nuestros conocimientos y arrancar secretos a lo desconocido, a la vez que satisfacemos nuestros secretos espirituales; el placer lúdico, aquel que deriva de la práctica de cualquier tipo de juego, ya sea de orden deportivo como competitivo e incluso de carácter vicioso o adictivo; el placer emotivo o emocional, que deriva de la empatía al compartir amor y afecto, ya sea en una esfera familiar o bien al entablar y sostener amistades con otras personas que se sienten aceptadas de igual a igual en cualquier relación; el placer de la contemplación, el disfrute estético que proviene de cualquiera de los sentidos equilibrando criterios objetivos y subjetivos. La observación de lo insólito o de lo desconocido es, también, una fuente de placer: espectáculos, edificios, esculturas, paseos, viajes, lecturas, etc.
He dejado para el final el que, según mi humilde opinión, sería el placer de los placeres: el físico. Deriva de disfrutar condiciones saludables relacionadas con la estimulación de los órganos de los sentidos tales como las relaciones sexuales o la ingestión de platos de comida suculentos, entre otras posibilidades, tales como el placer gastronómico; el producido por el tacto (estrechamente relacionado con el sexo, generalmente); el auditivo, con la música o los sonidos que muestran un cierto goce personal, a veces nostálgico; o el placer visual, resultante de la admiración por determinado arte que impacta en nuestros sentidos.
Les voy a confesar algo: si ustedes me preguntaran (que no será) cual de estos placeres me resulta más apetitoso, no dudaría en comunicarles que, sin lugar a dudas, el llamado gastronómico. Sí, comer bien me pirra. Alucino pepinillos cuando se me manifiesta a pocos centímetros de mis tuberías intestinales cualquier exhibición positiva de condumio o manduca. Mis jugos gástricos tiran cohetes cuando intuyen, olfatean, que van a ayudar a deglutir un congrio con guisantes, para poner un ejemplo. Instalarme encima de la lengua un pedacito de excelsa comida, segundos antes de ser engullido por mis fauces y luego depositado en mis vísceras al uso, me introduce en un planeta de realismo mágico, un universo en el que todo er mundo e güeno, en el que la felicidad no escatima en su sorteo ni hay malos en las calles.
¿Saben ustedes cuando se me ocurrió escribir este artículo? ¿En que momento constaté la necesidad de escribir algo sobre el placer? En el instante en que degusté un cacho de redondo de ternera con setas que conducía, por la vía directa, al Cielo, al Paraíso Terrenal, al Edén... sin paso previo por ningún Juicio Final.
Nunca agradeceré lo bastante a la criatura amorosa que me concedió un pedazo de placer de tamaña envergadura.
