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El niño malo

Por José Manuel Barquero
domingo 27 de octubre de 2024, 05:00h

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Dedicábamos esta columna el domingo pasado a diferenciar personajes de personas. Hete aquí que llega Iñigo Errejón el jueves y se lamenta por escrito de la contradicción entre su persona y su personaje. En su comunicado de sintaxis psicodélica echa la culpa de sus errores al patriarcado, al neoliberalismo y a su condición de político. No se puede ser más cobarde a la hora de admitir un comportamiento indigno. Cuando lean este página ya estará todo dicho sobre la dimisión del fundador de Podemos y diputado de Sumar. Ya le habrán sacado toda la hemeroteca, sus frases lapidarias, sus sermones desde el púlpito buenista para explicarnos cuál debía ser nuestro comportamiento, tanto en la esfera pública como en la privada.

Todo el asunto es tan siniestro y patético que darle cera hoy a Errejón se me antoja algo parecido a patear a un borracho tirado en la calle. Digo borracho, y no un violador apaleado por una turba indignada, porque mantengo esta manía personal de respetar la presunción de inocencia de todo el mundo, incluso de los que llevan años sin respetar la de los demás. Errejón, que no hace mucho defendía invertir la carga de la prueba en la denuncias por violencia machista, o sea, que hubiera que demostrar la inocencia y no la culpabilidad, de momento no es un delincuente, y da asco comprobar cómo se mezclan en este caso las denuncias anónimas de conductas reprochables con hechos que están tipificados en el Código Penal.

Hay que ir con cuidado en este asunto. El acoso sexual, y también el laboral, son asuntos muy serios. Meter estos delitos en el mismo saco que el ghosting, o sea, que no te cojan el teléfono o no te contesten los whatsapp, hace un flaco favor a las mujeres que sufren esos acosos. Que te envíen a tu casa al rato de acostarte con alguien de manera consentida puede resultar ofensivo, incluso humillante, pero no es una agresión sexual. Relacionar de alguna manera ambas conductas en la misma denuncia es un paso más en el proceso de infantilización de las mujeres que impulsa el feminismo radical.

El problema surge aquí por la deriva moralista en la que lleva años embarcada la “nueva izquierda”. Dan ganas de autocitarse en columnas de hace casi una década cuando decíamos que este giro no podía acabar bien. Porque la moral es desinteresada, pero la política no lo es jamás. Por eso el buenismo no sirve para la política. La moral es individual, y la política, en el fondo, no es más que una manera de gestionar conflictos teniendo en cuenta el interés general. Los líderes de esa “nueva izquierda” debieron pensar que este era un objetivo poco ambicioso, y se convirtieron en los clérigos del siglo XXI que iban a redimirnos de nuestros pecados.

Una ideología moralizante siempre acaba en contradicciones. Lo sabía bien Pablo Iglesias cuando explicaba la necesidad de cabalgarlas. Coleta al viento, hablaba entonces el jinete de recibir financiación de un régimen teocrático, homófobo y que azota mujeres como el de Irán, pero todos intuíamos que la reflexión era más personal. Te ciscas en el ático de lujo que poseía Luis de Guindos, y poco después te mudas a la dacha de Galapagar. El del PP se movía por la codicia capitalista, Iglesias por el bienestar de sus gemelos. Y así todo. Aquello fue el fin del asalto a los cielos y la reconversión de Podemos en el modus vivendi de la familia y los amigos.

A la vista de tantas parejas y coyundas conocidas dentro del partido morado, escribió por entonces el amigo Ricardo F. Colmenero que Podemos era un invento para follar que se les había ido de las manos. Parecía una broma de las suyas y mira en lo que ha acabado la secuela, con el personal femenino del grupo parlamentario de Sumar en el Congreso de los Diputados apoyando a una compañera que denuncia haber sido acosada por el niño Errejón.

La izquierda mediática se lamenta porque este escándalo aporta munición a la derecha para criticar el nuevo feminismo de pose y sacristía. Pero no es esta la mayor incoherencia que enfrenta el neocomunismo, disfrazado de lo que sea y lo llamen como lo llamen. No hay ideología, o sea, una visión del mundo, que se sostenga sin apelar a la responsabilidad individual, un valor criticado desde la izquierda por ser un mantra liberal. Esta es la dura realidad de la naturaleza humana contra la que choca una y otra vez el colectivismo, empeñado en afirmar que las personas de izquierdas son moralmente superiores a las de derechas. De ahí su fracaso y su convulsión cuando les aparece un corrupto o un maltratador, como si esas cosas sólo sucedieran en un inframundo que sus líderes no habitan.

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