Estoy pasando dos semanas de vacaciones en una zona de Mallorca de las consideradas tranquilas, con un litoral relativamente bien conservado, con un paisaje agradable, con escasos desmanes urbanísticos, con un turismo no masivo y de calidad, con turistas de poder adquisitivo medio-alto, sin atascos de tráfico, con muy escasos problemas de delincuencia, con playas pequeñas no congestionadas con agua limpia, con calitas solitarias cercanas con aguas cristalinas, en definitiva, lo que se suele considerar un entorno paradisíaco.
Sin embargo, como todos los paraísos, lleva aparejado un infierno, más o menos oculto, pero que siempre acaba por asomar de una manera u otra y que, como casi todos los infiernos, no nos lo trae el diablo, sino que es responsabilidad directa de nosotros mismos, los humanos. Este año está siendo especialmente duro debido a las sucesivas olas de calor, la última (por ahora) de las cuales nos ha castigado sin piedad esta semana pasada, pero, con independencia de la misma hay cosas que nunca cambian, que se repiten año tras año y que compiten para amargarnos estos días de asueto estival.
En primer lugar el sol, enemigo implacable. La exposición a la radiación solar, como ya todo el mundo debería saber, es extremadamente perniciosa y peligrosa para la salud. No solo por el riesgo de acabar desarrollando un melanosarcoma, u otros tipos de cánceres cutáneos, sino que también provoca envejecimiento prematuro de la piel, daños oculares, manchas cutáneas, deshidratación y quemaduras, que pueden llegar a ser graves. A pesar de que se supone que todo el mundo europeo y desarrollado está informado de todos estos riesgos, el primer día que llegas al paraíso playero ya ves individuos rojos como cangrejos, especialmente ciudadanos centroeuropeos, nórdicos y de las Islas Británicas, a los que les espera un doloroso proceso de pasar del rojo a las ampollas y de éstas a descamarse como sierpes, pero, a diferencia de éstas, no dejan una camisa entera de la piel vieja, sino que se descaman a parches, con lo que vuelven a casa con un aspecto como si un artista de patchwork hubiera practicado con ellos. Para evitarlo, hay que recurrir a las cremas protectoras de factor elevado y que protejan tanto de los rayos UVA como UVB, pero teniendo en cuenta que la protección absoluta es un entelequia inalcanzable, así como que, diga lo que diga la propaganda, las cremas se pierden con el baño, de modo que cada vez que te metes en el agua, al salir deberías volver a embadurnarte, lo que, al precio que van las cremas realmente eficaces, puede salirte por un ojo de la cara, especialmente si tienes a tu cargo dos o tres niños. Además, si las cremas son auténticamente protectoras y las aplicas y mantienes como es debido, no vas a conseguir broncearte, si es que este es tu objetivo.
En segundo lugar la arena, elemento maravilloso, que permite caminar descalzo, propone un substrato blando y acogedor para las posaderas si te sientas, o para todo el cuerpo si te tumbas, acoge amorosamente juegos como el volley o el fútbol-playa, fomenta, una vez transformada por el agua en suave fango, la creatividad, sobre todo de los niños, dejándose dar infinitas formas, castillos, cilindros, troncoconos, estrellas etc., pero también elemento infame, que se te pega al cuerpo, en una especie de empanado que, si se mezcla con las cremas protectoras, te deja listo para la fritura, que esconde piedras contra las que te dejas las uñas de los dedos de los pies, también cristales que provocan cortes gloriosos que sangran como si te hubieran degollado y que, además, se llenan de la susodicha arena, provocando más abrasión y dolor. La arena es también uno de nuestros lugares favoritos para demostrar nuestro incivismo y nuestro destino ineludible de liquidar el planeta. A pesar de la existencia de contenedores para desechos, visibles, bien situados y en cantidad suficiente, basta mirar en derredor y escarbar someramente, para ver y encontrar todo tipo de porquería: colillas de cigarrillos, chapas, palitos de polos, envases de todo tipo, latas, botellas, los peligrosos cristales, preservativos, tubos de crema vacíos, pañales, compresas, tampones, juguetes rotos, restos plásticos variados y todo un surtido de los elementos más dispares que podamos imaginar. Es cierto que, afortunadamente, en los últimos años ha disminuido mucho la cantidad de jeringuillas que aparecen en las playas, al menos en estas que yo frecuento. Y cuando la porquería no la dejan los bañistas, nos la trae el mar, regalo de los barcos que nos arruinan el paisaje con su presencia constante e intimidatoria, pegados a las boyas delimitadoras, no fuera que los que nadamos ocupemos ni un metro de más de mar del que la autoridad ha tenido a bien concedernos, solo desde hace algunos años, y nos ensucian el agua y las playas con sus desechos.
Si tu objetivo no es el bronceado, ni hacer castillos de arena, ni jugar a deportes playeros, una vez acabada la sesión de natación, te puedes ir a la sombra, si la hay, a leer un buen libro, novela negra por supuesto, o algún thriller político-económico, que es aún más negro, o puedes, también con el libro, dirigirte al chiringuito a leer sentado a una mesa, que es más cómodo y pedir una cerveza, o un bitter, una clara, un vermut (vermú siempre me ha parecido una cursilada, igual que coñá), un refresco, o un agua mineral. La situación, aparentemente, acaba de mejorar, estas sentado a una mesa, cómodo, a la sombra, tienes tu libro y tu bebida, así que eres feliz. Pero las mañanas de playa son muy largas y al cabo de un rato te has acabado la bebida y pides otra, además de las que has tenido que pedir para los niños, que al verte en el chiringo, no han perdido ni un minuto en venir a pedir refrescos para ellos, cada cual uno diferente, que no es cuestión de compartir. Cuando echas cuentas de lo que te costarán cuatro o cinco bebidas, pensarás que podrías haberte comprado en el super una botella de un buen riesling alemán o un buen albariño gallego y habértela bebido bien fresquita en casa, bien cómodo y escuchando una buena música, porque ahora te das cuenta de que algo te venía molestando desde hace rato y descubres con horror que es la música de fondo que tienen puesta a un volumen excesivo: una ristra inacabable de grandes éxitos de un afamado y bronceado cantante español, que nunca ha tenido ni voz ni gracia cantando, con la que te castigan sin piedad.
Llegados a este punto piensas “de perdidos al río” y preguntas (inocente): ¿qué tienen de tapas?. Después de que te hayan cantado las existencias: ensaladilla, boquerones en vinagre, pimientos de Padrón, mejillones vinagreta, langostinos cocidos y pulpo a la gallega, te decides por una de ensaladilla y unos pimientos. La ensalidlla llega rápido, consiste en una ración escuálida de un conjunto deslabazado de patata (90%) con algunos guisantes perdidos y duros, algunos trozos de zanahoria que son un peligro para los dientes y una briznas, apenas visibles, de bonito procedente de alguna lata de migas en aceite vegetal, todo ello semidesligado por una mahonesa demasiado líquida con excesivo componente ácido. De huevo duro y alcaparras ni rastro. Acompañando a la ensaladilla, llega una cestita con unos trozos de pan correoso, que no mejora ni humedecido en la triste mahonesa. Después llegan los pimientos de Padrón que, por supuesto, no son de Padrón. No pueden producirse en Padrón los millones de toneladas de pimientos a los que se les adjudica esa procendencia, a no ser que Padrón, como Carril en el caso de las almejas, sean ciudades milagreras donde se reproduzca año tras año el milagro de la multiplicación de los panes y los peces, pero en este caso de los pimientos y las almejas. A lo que íbamos, llegan los pimientos, que resultan ser pequeños, con mucha piel, muchas pepitas y muy poca carne, están demasiado pasados, aceitosos y con demasiada sal. Además, no pica ninguno. Después de semejante fracaso gastronómico y ya bastante malhumorado, decides que ha llegado la hora de levantar el campamento y partir hacia el apartamento a reparar el cuerpo y el espíritu con una comida decente, regada por un vino apropiado, así que pides la cuenta y llamas a capítulo a la familia, que sigue tostándose en la arena. La perspectiva de una ducha de agua dulce bien fría que te quite el salitre, los restos de crema y, sobre todo, la arena, hace que esboces una sonrisa, que se te congela convertida en mueca de horror cuando te traen la cuenta y ves que te cobran los comistrajos que te han servido a precio de caviar beluga triple cero. Así que enfilas hacia el coche echando, literalmente, fuego por las muelas y preguntándote cómo es posible que hayas vuelto a caer en la trampa del chiringo playero.
Hasta aquí la mitad de un día típico de vacaciones playeras, y como este artículo ya es demasiado largo, dejamos la segunda mitad para la semana que viene.