Los gobiernos actuales, español, autonómicos, de otros países europeos, la Comisión europea, el Banco central europeo, el Fondo monetario internacional y tantos otros, llevan algunos años, más o menos desde que estalló la crisis, bombardeando a los ciudadanos con declaraciones, que se van haciendo más insistentes a medida que la crisis se agrava, que envían el mensaje subliminal (en algunos casos no tan subliminal) de que nosotros somos en gran parte culpables del estado de la economía (y, conforme avanzamos en la crisis, vamos llegando al estatus de culpables principales; supongo que en unos cuantos meses ya seremos los únicos culpables), así como presentan como inevitables los recortes en los presupuestos destinados al estado del bienestar: sanidad, educación, dependencia, subsidio de desempleo, etc., los incrementos en los impuestos, las reducciones de salarios, especialmente de los empleados públicos, la regresión en los derechos laborales: facilitación del despido, disminución de la indemnización, aumento de la jornada laboral, eliminación de beneficios sociales, especialmente de los empleados públicos, intención indisimulada de estrangulamiento de los sindicatos, etc., de modo que se consolide un estado de opinión de resignación y conformismo, como si esta crisis y sus consecuencias fueran algo así como una catástrofe natural y, por ende, inevitables y, además, una especie de castigo bíblico por nuestros pecados de despilfarro dispendioso.
La táctica parece estar dando resultado, crecen el abatimiento y el desasosiego en capas cada vez más amplias de la sociedad, la angustia está sustituyendo a la esperanza, el desánimo y el pesimismo campan por sus respetos, los ciudadanos, reconociendo que una parte de culpa sí tenemos, pero no la mayor ni la más significativa, contemplamos resignados como se ayuda y se salva a los bancos, unos de los mayores culpables de la crisis, mientras a nosotros se nos lleva hacia la indigencia, pero esta resignación no excluye el crecimiento de un sentimiento de indignación, rabia y resentimiento, al ver como los verdaderos culpables salen indemnes, baste reseñar el espectáculo pornográfico de los sueldos, los bonus y las indemnizaciones de los gestores de las entidades financieras rescatadas con dinero público. Todo ello lleva a un descrédito creciente de la política que pone en peligro las convicciones democráticas de los ciudadanos, peligro que se acentúa cuando la economía, el dinero, se convierte en lo único importante, lo que lleva a la tentación de sustituir gobiernos elegidos democráticamente por gobiernos tecnocráticos, como ya ha ocurrido recientemente en Grecia y en Italia.
Sin embargo, no es cierto que la política que actualmente desarrollan nuestros gobiernos sea inevitable, o la única posible. De hecho, viendo los nulos resultados que está teniendo en la “confianza de los mercados”, en la financiación de la deuda, que, de hecho, está empeorando y ya veremos que pasa con la reducción del déficit público, no parece que sea muy exitosa. Más parece que esta política esté orientada hacia una auténtica transición de la sociedad, con la desmantelación parcial del estado del bienestar y la consolidación de un modelo ultraliberal, mientras la economía acaba de hundirse, para que los poderes financieros puedan encarar, en su momento, la recuperación sin las “molestas” limitaciones de los beneficios sociales.
Teniendo en cuenta las ingentes cantidades de dinero destinadas a las ayudas y rescates a la banca, no parece que sea tanto cuestión de dinero, que sí que hay, sino de a que deciden los gobernantes dedicarlo.
Los políticos deberían tener muy presente que el dinero de los presupuestos públicos es de todos los ciudadanos, no de ellos y que lo han de administrar y gastar para el beneficio de todos, no solo de unos pocos y los ciudadanos también lo deberíamos tener presente y ser mucho más exigentes con nuestros gobernantes, no solo cada cuatro años con motivo de las elecciones, sino también demandando información y explicaciones permanentes, claras y veraces.
El gobierno de España ha decidido, lamentablemente, recortar drásticamente los presupuestos de sanidad, educación, dependencia e investigación, entre otros. Los recortes en educación e investigación comprometen severamente el futuro a medio y largo plazo de nuestra economía. En una de las pocas cosas en que están de acuerdo casi todos los “expertos” en economía, es que las economías que triunfarán en el siglo XXI serán las basadas en el conocimiento y la investigación e innovación. Los recortes en dependencia suponen un desamparo y una injusticia para unos ciudadanos y sus familias, cuyo número y necesidades van a aumentar mucho de aquí al 2050.
Y la sanidad. Gabriel Jaramillo, economista con décadas de experiencia en el sector financiero y que es el nuevo gerente general del Fondo mundial contra el SIDA, la tuberculosis y la malaria, ha declarado que “la inversión en salud es la más rentable”.
En definitiva, una población sana, con una buena atención a su salud, con un nivel óptimo de educación y formación y una economía basada en la investigación, desarrollo e innovación, parece la mejor receta para consolidar un éxito económico a medio y largo plazo. No parece que estemos yendo por ese camino.
Cuando escucho a alguno de nuestros gobernantes intentado explicar las sucesivas medidas de ajuste que van tomando y que, inevitablemente, se revelan insuficientes o inútiles al cabo de poco tiempo, me viene a la memoria la frase que Graham Greene pone en boca del protagonista de El americano impasible: “nunca conocí a un hombre (o una mujer podríamos añadir) que tuviera mejores motivos para causar todos los problemas que causó”.