Una de las dudas cotidianas más habituales de los lunes, y a veces también de algún martes, suele ser la de preguntar a la persona con la que estamos hablando qué tal le ha ido el fin de semana, centrando nuestro interés normalmente en la jornada del domingo. En esos casos, nada nos suele gustar más que poder oír de nuestro interlocutor o interlocutora esta frase llena de dicha o de satisfacción: «Oh, ayer fue un día realmente perfecto».
Cuando alguien nos dice que disfrutó de un día «perfecto», esa perfección puede deberse a muchas cosas diferentes o incluso antagónicas, como por ejemplo que ganó su equipo de fútbol o que perdió su eterno rival, o también que hizo sol, o que llovió suavemente, o que nuestro contertulio disfrutó de un día de mar o de montaña, o que prácticamente no salió de su habitación, o que pudo estar por fin a solas con la persona que ama, o que pasó toda la jornada en absoluta y radical soledad.
Un día «perfecto» puede ser también aquel en el que un familiar o una persona amiga no sintió ningún tipo de molestia física o de dolor, ni tampoco de angustia o de tristeza, o un día en el que pudo dormir bien, o en el que practicó sus aficiones preferidas, o en el que no hizo absolutamente nada. Y aunque lo habitual es que la mayor parte de esas cosas nos puedan ocurrir un sábado o un domingo, también puede haber días «perfectos» entre semana, por ejemplo por un ingreso del todo imprevisto en nuestra cuenta corriente o porque nos hemos sentido de nuevo con ilusión, esperanza y ganas de hacer cosas.
El día «perfecto» puede ser también a veces aquel en el que hemos vislumbrado un posible o hipotético día futuro querido o soñado. En ese día concreto intuimos que algo cambiará para bien en nuestras vidas a nivel personal, laboral o económico. Sería, por ello, un día muy especial, un día que quizás para algunas personas se vivió hace ya mucho tiempo, y que tal vez para otras personas aún no ha llegado.
