Tengo un buen amigo políticamente bastante alejado de mis opiniones, pero una persona con la que siempre he tenido una excelente relación, con el que me encontré hace unos días por la calle. Trabaja en una de las innumerables empresas públicas del Govern. Mi amigo, buen lector de prensa, esperaba para un día de estos una decisión radical sobre su destino. Pero, en un acto de honestidad intelectual propio de gente inteligente, me reconocía que en estos últimos diez años se había hecho tal desastre en este sector, que lo menos que se puede hacer hoy es poner dinamita. La lista de despropósitos de nuestro sector público es de tales proporciones, que resulta obsceno, insultante, vergonzoso, que alguien diga que si nos estamos cargando el Estado del Bienestar. ¿Del bienestar de quien? Más bien nos estamos cargando una de las mayores vergüenzas que jamás se han podido crear: cientos y cientos de personas, en muchos casos competentes, sin hacer nada más que atender a caprichos incoherentes de los políticos de turno; gasto absurdo duplicando y triplicando los mismos conceptos, para quedar todo en un cajón, si es que el proveedor llega a entregar lo pactado; comidas, viajes, eventos, congresos, oficinas, estudios, análisis, planes estratégicos, publicaciones y miles de otras actuaciones absolutamente inservibles, a costa de todos. Hay que tener muy poca vergüenza, se sea de la ideología que se sea, para no reconocer que esto clamaba al cielo. Hasta el pobre Antich parece admitir que alguien que realmente presida esta autonomía tenía que hacerlo. Tal vez sea un poco tarde y tal vez sigo sin entender por qué aún quedan tantas empresas, pero era que quemaba en las manos. Lo siento por mi amigo y por mucha gente cuya improductividad no es culpa propia.
