La Sala segunda del Tribunal Supremo ha ratificado la inhabilitación de Oriol Junqueras como consecuencia de la grave malversación de caudales públicos llevada a cabo para desviar fondos con los que sufragar el intento de los independentistas de fracturar el Estado de Derecho y desgajar con apariencia de legalidad una parte del territorio español.
La resolución argumenta sobradamente algo obvio para cualquier ciudadano medio con sentido común, esto es, que resulta mucho más grave la conducta de quien malversa dinero público para atentar contra la unidad de España que aquel que se embolsa ese dinero para su simple lucro, por más que los voceros del Gobierno se hayan empeñado durante semanas en hacernos ver lo contrario.
Pero, sobre todo, el Supremo deja a Pedro Sánchez desnudo ante el espejo, mostrando sus miserias y falacias interesadas repetidas hasta la náusea con el único fin de aferrarse al poder a cualquier precio. A cualquiera.
Sánchez -y todo el PSOE y sus socios a remolque- han dejado al estado inerme ante cualquier tentativa no violenta de romper el orden constitucional. Tras la reforma del Código Penal no hay forma de castigar la promulgación de ‘leyes de desconexión’, ni la adopción de cualquier artificio legislativo secesionista que no implique el uso de las armas. No hay ni un solo estado en todo el planeta en semejante situación.
De hecho, teniendo en cuenta que el porcentaje de democracias plenas en el mundo -entre las que afortunadamente nos encontramos- es de solo el 12,6%, es fácil de colegir que en la mayoría de los restantes países, muchos de los cuales mantienen la pena de muerte para determinados delitos, Sánchez se expondría a ser ejecutado en la horca o fusilado por alta traición al desarmar al estado frente a los que pretenden desmembrarlo.
Afortunadamente para él -y para nosotros-, ese no es el caso, pero la conducta del todavía presidente del Gobierno -amparado en su inmunidad- merecería el máximo reproche legal, porque su primera obligación -la que prometió al asumir el cargo- fue la de cumplir y hacer cumplir la Constitución, la misma que, lentamente, va dinamitando.