Andamos todos escandalizados, y no es para menos, con los comentarios que unos cientos de miserables han ido colgando en la red a raíz del asesinato de Isabel Carrasco.
Dejando de lado los erróneos y no menos repugnantes intentos de algunos de mezclar este crimen con los movimientos ciudadanos que están vertebrando la opinión pública, lo cierto es que no se puede tolerar que existan personas que, parapetadas en un supuesto anonimato que les ofrece la red, se dediquen a amenazar, coaccionar, difamar o vejar a otras personas.
Difamar a alguien, atentar contra su dignidad y contra su honor, amenazarle a él o a su familia…, son conductas tipificadas en el Código Penal y en la Ley Orgánica 1/1982, que habilita una acción civil de protección del honor y la propia imagen.
Por tanto, no se trata, como propone el Ministro de Interior, de “controlar” la red. En su manía por controlar todo lo que se le escapa, el Ministro de Interior pretende controlar la calle con la Ley de Seguridad Privada para “controlar” las manifestaciones y ahora pretende “controlar” las redes sociales, imaginamos que pidiendo ayuda a Obama, que en eso tiene experiencia.
Las leyes ya disponen de una adecuada respuesta contra aquél que traspase con sus comentarios los límites de la legalidad penal o los límites del derecho al honor. Y creo que todos conocemos bastante bien dónde están esos límites.
Por lo tanto, no se trata de legislar más, o de aplicar medidas de censura previa en los infinitos foros existentes.
Se trata, en mi opinión, de actuar en dos líneas que son perfectamente compatibles.
La primera, y aquí hay cuestiones técnicas que se me escapan, dotar de medios suficientes a la Policía para que, cuando alguien denuncia este tipo de delitos, sea razonablemente sencillo localizar la IP del ordenador y quién está detrás del mismo. Esto ya es posible sin mayores dificultades, pero parece demasiado sencillo burlar la persecución mediante, por ejemplo, locutorios. En ese caso, deberán ser los responsables de los locutorios los que ejerzan la tarea de identificar a quienes utilizan sus equipos y de llevar los adecuados registros, con las sanciones correspondientes si no lo hicieran.
La segunda, se deberá reforzar la exigencia de responsabilidad civil, es decir, de indemnización económica, al medio o soporte en el que aparezcan dichos comentarios. Ya verán como si se les exigen sanciones a quienes no hicieron lo suficiente para evitar la consumación de los delitos se reforzarán los filtros y se mejorará la identificación de los “foreros”.
Cuando el cobarde anónimo sepa que es sencillo sacarle a rastras de su escondite telemático y que se puede ver obligado a dar la cara, a lo mejor se lo piensa dos veces. A nadie le gusta balbucear en público pidiendo perdón, como el niñato que el otro día aparecía en unas imágenes emitidas por “La Sexta”, ante el espejismo del hombre que se creía ser antes de que le dijeran que las penas posibles por sus actos sumaban diez años de prisión. Arrepentimiento espontáneo, dirá su letrado.
Como ya dije en un artículo anterior, las personas que tienen principios y los defienden lo hacen a la cara y con firma. El pasamontañas informático del anonimato no es más que otra forma de escurrir el bulto, de pasar de puntillas porque no se tienen las narices de asumir los propios actos.
Alguien podría pensar que lo que pasa está justificado por la crisis, por la situación política, porque la gente está hasta la coronilla de todo y ya no controla su rabia. Ojalá fuera eso, porque sería comprensible el cabreo y porque sabríamos localizar la fuente del problema.
Pero no estoy de acuerdo. Baste como ejemplo entrar en un foro digital de un periódico deportivo cuando los “foreros” discuten sobre fichajes de uno u otro equipo. Sale a delito por línea, con niveles de vileza que, desde luego, ningún “valiente” mantendría a la cara.
El anonimato y la masa son los escondites de los cobardes, desde que el mundo es mundo. Y el medio de comunicación más potente que existe fomenta el anonimato. No pasa nada. Pero o nos dotamos de medios para reaccionar cuando se sobrepasan los límites o aceptamos que esto es la ley de la selva, pero si hacemos lo segundo, que sea la ley de la selva para todos.