Hace unas semanas escribí en esta sección sobre la trampa del lujo, refiriéndome a aquella en la que caemos cuando el progreso, mal entendido, se convierte en una exigencia que nos hace esforzarnos más y más sin disfrutar del presente.
Sin embargo, la evolución nos debería hacer sentirnos afortunados de vivir en la época actual.
Escribo estas líneas desde la Selva Negra alemana. Dos aspectos me llaman poderosamente la atención sobre lo observado en el país motor de la economía europea.
Primero, que en las afueras de cada población, por pequeña que sea, hay una gran cantidad de industrias dedicadas a la transformación. Éstas generan progreso en términos de trabajo, riqueza directa, indirecta (a sus proveedores), inducida (por los consumos de sus trabajadores, en cuanto a unidades de gasto que son) y mejora en las condiciones de vida de los ciudadanos.
Algunas empresas habrán quedado por el camino pero las supervivientes, en una concepción darwiniana de la cuestión, son las que aportan riqueza.
La segunda reflexión que me llevo sobre los avances sociales, científicos y económicos de los que disfrutamos y deberían hacernos sentir privilegiados, es debida a las visitas a los impresionantes castillos de la zona. Pertenecían (y pertenecen) a los más afortunados de dinastías de nobles y emperadores. La mayoría, en la actualidad, son de sus descendientes. Son espectaculares, cierto. Pero no tienen las comodidades que el progreso nos ha brindado.
Cada uno de nosotros, no importa la clase social, llega a casa y, tras encender un interruptor, dispone de luz a voluntad. Lo mismo ocurre con el grifo y el agua corriente (fría y caliente, sobre todo, caliente).
Otras comodidades por las que hubieran dado fortunas los nobles habitantes de esos castillos son: la televisión a la carta, las medicinas en el cajón, conexión a Internet para comprar la última prenda de ropa y encargar por teléfono comida de países a miles de kilómetros de distancia.
Algún castillo de los visitados, como algo muy destacable, disponía de bidé y retrete con un sistema arcaico de cañerías. Agua, aunque fría, pero agua al fin y al cabo, para las zonas íntimas. Qué lujo para los habitantes palaciegos de hace 300 años. Esos eran los más ricos. Imaginen el resto.
Los emprendedores que apostaron por un proyecto y subsistieron, aportaron progreso económico; las universidades, saber y avances científicos con mejoras en resultados relativos a la cura de enfermedades. Los sindicatos, mejoras para los trabajadores cuando, en los albures de la revolución industrial, se cometían abusos. Los políticos, jueces y parlamentarios ofreciendo mayor seguridad jurídica.
Vivimos en una época privilegiada en comparación con cualquiera anterior.
Es cierto que el progreso produce externalidades negativas cuyo impacto debe minimizarse pero podemos garantizar que, gracias a quienes se esforzaron en perseguir el progreso (la mayoría de veces propio y desde un punto de vista egoísta), vivimos mejor que nunca.
Eso es debido a que el esfuerzo y la libertad de empresa genera mayores externalidades positivas.