El mejor jugador de la historia, el que más Grand Slams tiene, Roger Federer, no podrá evitar que dentro de unos años, en sus biografías, salga a relucir el baño de lágrimas que se dio ante el mundo tras perder ante Nadal la final de 2009 del Open de Australia. “Me está matando”, dijo desconsolado el suizo con el trofeo de subcampeón en sus manos, en una confesión inaudita para uno de los grandes de la historia del deporte, e impensable en boca de otros mitos como Jordan, Schumacher, Alí, Rossi o Indurain. Nadal ya no necesita estar a su mejor nivel para tumbar a Federer. Antes de cada final contra el suizo, el mallorquín decía que para ganarle debía alcanzar su máximo. En este Roland Garros no ha sido así, y le llevó una hora volver a poner por los suelos la moral de Federer. La victoria de este domingo ha sido gracias a una mezcla de psicología y casta, en lo que se la reconoce como la final más sufrida de Nadal en París. El mallorquín pareció ir a remolque durante la mayoría del partido, pero esa es una de sus especialidades: devoluciones imposibles ante los golpes a los que parecía inviable llegar. Salvo el día de Soderling en cuartos, Nadal no ha jugado su mejor tenis en esta edición de Roland Garros. Pero no ha hecho falta, porque a un 80 por ciento de su nivel, y manteniendo su coraje y fortaleza mental, ni el más grande se le resiste.
