Este pasado domingo estuve en la Ciutat Esportiva Antonio Asensio viendo el partido de fútbol de Segunda B entre el Real Mallorca B y el Nàstic de Tarragona. Hacía muchos años que no acudía a ver una competición oficial de alguna de las categorías llamadas inferiores. El partido en sí mismo no fue gran cosa, muy trabado, mucha presión y juego destructivo, poco juego creativo, gran despliegue físico por parte de ambos equipos y empate final a uno, empate en mi opinión injusto, ya que el poco juego y las pocas ocasiones de gol fueron del Nàstic, el Mallorca B solo pudo marcar de penalti, de esos que solo se pitan a favor del equipo local y el árbitro, descaradamente casero, cosió a tarjetas a los jugadores catalanes, incluso expulsó a uno por doble amonestación hacia la media hora del segundo tiempo, en un partido que no fue nada violento y en el que todos los jugadores se emplearon con deportividad y nobleza. Si hubiera sido un partido con juego sucio subterráneo no sé con cuantos jugadores habrían acabado los equipos, especialmente el equipo visitante. Al parecer los árbitros son muy malos ya desde estas categorías inferiores, así que no es extraño que a la Primera División llegue lo que llega.
Pero si el espectáculo deportivo fue mediocre, peor fue el que protagonizó un grupito de una veintena de aficionados del Mallorca, instalados detrás de una de las porterías. Se pasaron una parte del tiempo animando a su equipo, nada que decir, pero el resto del partido se dedicaron a insultar, a insultar al árbitro, al parecer no les pareció suficientemente casero, a los jueces de línea y a los jugadores del equipo rival. Especialmente repugnante me pareció un insulto dedicado al portero tarraconense, que durante la segunda parte jugó en la portería detrás de la que se encontraban estos individuos. Le dedicaron con insistencia un cántico que decía “eso no es un portero, es una puta de cabaret”. Al resto de jugadores contrarios y al equipo arbitral les dedicaron también todo tipo de epítetos insultantes y despectivos durante todo el partido.
Me pregunto en base a qué principio de superioridad esos energúmenos se atribuyen el derecho a humillar verbalmente a unos deportistas que se están limitando a competir en buena lid. El ejemplo es devastador para los niños, abundantes entre el público, ya que en vez de fomentar los valores de deportividad, competencia noble y respeto por el contrario, se les está imbuyendo de la idea de que hay que despreciar a los rivales, de que todo vale para ganar y de que la competición deportiva es una guerra contra enemigos y no una justa entre leales oponentes.
Dicen algunos expertos sociólogos y psicólogos que para los seguidores de los equipos los partidos son una válvula de escape para las frustraciones acumuladas en la vida diaria y que permiten sublimar la agresividad, de modo que ésta no aparezca en el día a día. Puede ser cierto, en parte, pero una cosa es desfogarse animando, hasta la afonía si se quiere, al equipo propio y otra muy diferente es el insulto y la descalificación permanentes de los contrarios. Esto último no solo no es un antídoto contra la agresividad, sino que la favorece, así como la violencia. Solo hay que recordar lo que pasa semana sí semana también en muchos países sudamericanos y en algunos europeos. El mundo del deporte de masas hace tiempo que se ha convertido en un reducto de agresividad, violencia, racismo y xenofobia. Las directivas de los clubs deberían poner mucho más empeño en la vigilancia de este tipo de actitudes, deberían desterrar a estos individuos de los estadios y, sobre todo, deberían hacer pedagogía para fomentar las actitudes positivas y respetuosas y erradicar las agresivas e insultantes. Claro que viendo los comportamientos de muchos de los directivos de nuestros clubes, quizás lo extraño es que no haya todavía más violencia.
La sustitución de la ecuanimidad por el fanatismo, de la tolerancia por la intransigencia, del diálogo por el insulto, del respeto por el desprecio, de la racionalidad por la insensatez son signos de nuestro tiempo, son indicadores de la decadencia ética e intelectual de nuestra sociedad, que si no somos capaces de revertir, nos arrastrarán a la indigencia moral, a la exaltación de la irracionalidad, seremos terreno abonado para salvadores de todo pelaje y estaremos en camino de volver a otra edad de oscurantismo, inquisición y fundamentalismo.