El sábado, una vez más, tanto el Rey como el himno español tuvieron que soportar una más que sonora pitada, al tiempo que las “esteladas” se elevaban como fatua demostración de la existencia de una nación en contra del Estado español. Es un hecho ya habitual cuando se trata de un encuentro de cualquier deporte — pero en especial del futbol — entre alguno de los equipos surgidos hace muchísimos lustros bien en Cataluña bien en el País Vasco. A pesar de su reiteración en modo alguno es objeto de la más mínima atención, ni por parte del gobierno, que debe velar por el respeto a las enseñas nacionales, ni por parte de los directivos de tales clubs, ni por los entes federativos. Es todo un síntoma el que, de oírse un improperio en algún estadio, con capacidad para miles y miles de personas, bien sea racista, bien sea xenófobo, bien sea anti personas lgtb, inmediatamente los agentes del orden, públicos o privados, directamente o visionando videos, localizan y apresan al protagonista de esa conducta para ser sancionado, normalmente prohibiéndole la asistencia a espectáculos futbolísticos durante períodos de tiempo variables. La diferencia, el contraste es total y la pasividad de gobernantes, directivos o federativos absoluta. Tiempo atrás, cuando la primera vez de tal conducta se produjo — apertura de los JJ.OO. de 1992, por ejemplo — no paso nada, nadie movió un dedo, empero implicar tal conducta un más que evidente delito de odio contra una nación, un país, al cual todavía, según parece, pertenecen. En otras palabras, si el odio es contra un negro sea de donde sea, garrote, si es contra España y los españoles, solamente silencio.
En Francia también viven vascos o catalanes, según Otegi o Junqueras, pero ni en Saint Denis de París, ni en el Mosson de Montpellier se ven otras banderas que la francesa, ni se escucha otro himno que no sea la Marsellesa. Y estamos hablando del Estado más centralista de Europa. Y mientras ello sucede en nuestro país vecino, a escasos kilómetros de Colliure, el presidente Puigdemont exige lo que él no hace; que la fiscalía haga cumplir la ley con el tema de la posibles esteladas requisadas por la policía antes de acceder al Calderón. Requisa a la que, de ser cierta, no le debieron dedicar mucho esfuerzo, dada la cantidad de ellas que se elevaron en la grada central, cuando llegó el Rey, sin consorte, y comenzaron los acordes del himno nacional. Por cierto que, según se lee, la retrasmisión televisa fue la menos vista desde 2008. Sin embargo, esa no es la verdadera cuestión. Mientras Puigdemont reúne a sus compatriotas afines, mientras Junqueras alude a la doble nacionalidad catalana y española, mientras la ANC hace recuento de los bienes del Estado a confiscar, mientras los Obispos catalanes se preparan para montar su particular Conferencia, viene a la mente la sentencia de Eurípides; “Los acontecimientos proyectan su sombra hacia el futuro”. En otras palabras, desde hace más de cinco años la sombra del gobierno nacional se ve diluida en la nada. No hay acontecimiento alguno que permita al resto de los españoles ver una sombra clara y decidida de lo que se está haciendo y de lo que está previsto hacer ante la reiterada conducta de los Puigdemont, Junqueras, Forcadell y demás. Ni tan siquiera el “despacho” de la Vicepresidenta ha servido para dibujar algo esa sombra, o para servir como “espacio de encuentro”. Como tampoco se habla de establecer una sanción deportiva denegando la participación de un equipo en la competición que, según todos los indicios, no es de su agrado visto los pitos al personaje público que da nombre a la misma. O de una simple amonestación federativa por el apoyo a la campaña pro referéndum desde las mismas instancias del club deportivo catalán. Ellos, los gobernantes, los directivos y los dirigentes federativos catalanes tienen “cera del Corpus” y su patente de corso les permite asaltar la dignidad de los españoles, sin recriminación alguna. Ahora bien, como se le ocurra a un deportista manifestar que usa la “estelada” como felpudo se monta la de San Quintín. Y es que la piel de quienes se han elevado por encima del resto es muchísimo más fina y sensible que la de los restantes mortales que, impasibles, deben soportar pitidos e improperios contra sus pendones y símbolos sin queja ni lamento alguno. La duda está en adivinar si el futuro contemplará alguna sombra que permita percibir desde el gobierno, no una acción coercitiva, sino una exigencia firme de cumplimiento de la ley, sea constitucional, sea administrativa, sea penal. Igual tendremos que esperar a que un nuevo Luis Companys salga a la logia de la Generalitat para gritar que la “República Catalana” ha resucitado.