De la huella digital a la facial

Las pisadas y los rasgos faciales han servido como elementos de identificación personal desde los albores de la humanidad. Han permitido seguir a presas potenciales, recuperar individuos extraviados del grupo, alertar sobre amenazas inminentes y para la identificación de los individuos. Aportan información trascendental. Se mantienen vigentes, aún hoy, entre otros, en determinados procedimientos policiales.

El desarrollo de identificadores biométricos alcanzó un punto álgido con el descubrimiento de las características unívocas de las huellas dactilares. Hace siglos que se utilizan para la identificación de un individuo, custodiar piezas de valor o proteger informaciones de alta seguridad.

La revolución tecnológica las ha convertido en elementos básicos para definir un usuario y confirmar su contraseña en smartphones y tabletas. Son llaves biológicas accesibles, ágiles, reproducibles y seguras que han venido para quedarse.

La contraseña biológica más innovadora es la que utiliza el reconocimiento facial. Ignoro como discrimina entre gemelos, deformidades traumáticas accidentales, simuladores y dobles.

Sin embargo ha entrado con fuerza en los dispositivos digitales, permite abrir la puerta del domicilio, arrancar el coche y disponer de efectivo de una cuenta bancaria. Lo que oyen, todo esto y mucho más, por la cara; solo por la cara.

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