En mi vuelo de regreso a Palma, tuve la oportunidad de sentarme junto a un hombre, de mediana edad, trabajador del Bar Bosch. Conversamos de la movilidad en Mallorca, del trato con los clientes, de mis experiencias en Suecia, y por supuesto, del propio Bar Bosch. Así pues, hoy les vengo a hablar de esta clase de locales. Históricos, tradicionales y, a su vez, siempre a la vanguardia de los cambios que suceden en Palma.
Estos comercios llamados tradicionales, pero que deberían ser apodados históricos. Les hablo de Ca’n Joan de s’Aigo, Bar Bosch, Pastisseria Llull, entre muchos otros. Estos comercios que no son franquicias. Estos son los comercios que dan entidad real a una ciudad como Palma, los que dan categoría. Los históricos, que pese a todo lo vivido, siguen ahí, y no solo resisten –complicado en un escenario postcrisis y en un mundo globalizado–, al contrario, avanzan y evolucionan.
De las franquicias no tengo nada en contra. Mi actitud liberal ante la vida me aconseja el dejar que compitan las empresas entre sí. La competencia como condición para una economía de mercado. Pese a ello, la libre competencia debe ser desarrollada en igualdad de condiciones, situación que no sucede. Sin embargo, esta lucha de David contra Goliat adquiere tintes heroicos cuando ves situación ejemplar como la ampliación de negocio del Bar Bosch o como la apertura del tercer local de Ca’n Joan de s’Aigo. La expansión de las típicas “llagostes” de la Plaça de Joan Carles I y de los chocolates calientes de la otra firma. Y dicho avance no solo es a costa de turistas de calidad que buscan un producto propio. El éxito reside en saber combinar el buen trato, que hace que el cliente local siga yendo y que eso no sea incompatible con la presencia de turistas de diferentes procedencias. Los precios bajos y el producto de calidad permiten a estas dos firmas –y a muchas otras– competir de tú a tú en Palma. Pese a las dificultades, los elevados costes y la nula ayuda por parte de la Administración que reciben.
Esa actitud liberal de la que les hablaba –de dejar hacer en todo, no sólo en lo económico– no me imposibilita el formarme en mi cabeza un modelo de ciudad ideal. Esa actitud liberal debe ser conjugada con un “Me gustaría una Palma como...”. Y ambas ideas, son licitas y compatibles. El liberalismo no es –como falazmente se expresa– cerrar los ojos y dejar que todo funcione sin mover un dedo. El espíritu liberal debería apostar por la intervención mínima posible, pero con la necesaria para adoptar los cambios requeridos. Y como digo, no solo en la actuación de los poderes públicos, también en el día a día de los ciudadanos.
Que este espíritu que es el que se recoge en todas las democracias europeas occidentales, sea el que nos guíe nuestro modo de ser. Y que, a su vez, no caigamos en la trampa de olvidar al pequeño comercio que aporta calidad, mejores salarios, y una identidad propia de ciudad. Solo asegurando una competencia equilibrada y justa entre empresas conseguiremos favorecer a nuestra ciudadanía y podremos dejar que la libre competencia sea una realidad.
He dicho.