Es indudable que uno de los mayores beneficios que reportan esas maravillosas, nunca bien ponderadas y ya prácticamente olvidadas vacaciones es la posibilidad de desconectar de todo el conjunto de hábitos, rutinas y quehaceres que conforman el atropellado día a día que ocupa la mayor parte de nuestro tiempo al cabo del año. Es un hecho contrastado que, llegado ese mágico momento, y sin demasiado esfuerzo, somos capaces de dejarnos llevar por atardeceres únicos, por las paradisiacas playas de nuestras Illes Balears, por experiencias gastronómicas inolvidables y por esa capacidad innata de todo ser humano a refugiarse en aquello que más quiere y que tanto echamos de menos en los momentos de más presión y estrés.
Digo esto porque cuando comencé las vacaciones de agosto marché convencido de que, a nuestro regreso, íbamos a tener que trabajar duro porque el mundo no se detiene, la vida sigue y la maquinaria debe seguir funcionando con total normalidad. Todos somos muy conscientes de esta verdad inmutable que nos permite alejarnos de la realidad lo justito y durante un período de tiempo muy limitado. Pero, del mismo modo, también estaba convencido de que volvería al trabajo con la sensación de que los demás también pueden presumir del deber cumplido…del deber, por ejemplo, de contar con un Presidente y un Gobierno en nuestro país después de dos elecciones generales en seis meses. Sí, lo sé… ¡Qué iluso!
Llegados a este punto, resulta harto complicado justificar e intentar explicar la situación política que estamos viviendo en este último año. No obstante, creo sinceramente que todo se puede resumir en unas pocas palabras: los representantes políticos elegidos por los ciudadanos españoles no son capaces de aplicar el mandato llegado de unas urnas que pueden tener que reutilizarse por tercera vez en menos de un año. ¡Apoteósico!
A estas alturas todos tenemos muy claro que, en estos momentos, España no quiere mayorías absolutas. Del mismo modo, resulta obvio que los ciudadanos de este país han determinado con sus papeletas que no apuestan por el bipartidismo. Por suerte o por desgracia, fruto de la crisis, de los incesantes casos de corrupción que siguen abriendo y ocupando inacabables sumarios judiciales, del agotamiento generalizado o de la simple voluntad de un pueblo que necesita un cambio, los españoles hemos dicho que queremos algo diferente.
Pues bien, lo cierto es que aquellos sobre los que descansa la obligación de hacer cumplir el mandato derivado de las urnas se muestran incapaces de recoger el guante. Personalmente, me resulta difícil de digerir que sigan parapetándose en extravagantes líneas rojas y en muros imposibles de escalar cuando los españoles les hemos pedido exactamente lo contrario: necesitamos sentir que hay ideas nuevas, negociación, diálogo y pacto.
Y me da la sensación de que esos representantes no alcanzan a percibir las fatales consecuencias que pueden derivarse, a todos los niveles, de continuar esta situación, y el daño que están causando a una clase política ya de por sí lastrada por la desconfianza derivada de aquellos que se han enriquecido a costa de todos y que están desangrando una profesión durísima, vocacional y honorable de servicio público.
En definitiva, no es que se avecinen tiempos de cambio, sino que estamos inmersos en un imparable proceso de transformación que requiere políticos valientes, con altura de miras, cuya máxima aspiración sea el bien común, por encima de aspiraciones personales y de intereses de partido. Son tiempos apasionantes, surgen muchos interrogantes y necesitamos tener la sensación de que todos somos escuchados y que formamos parte de un proyecto de país capaz de aglutinar líneas de pensamiento e incluso sentimientos hasta la fecha incompatibles. Ya decía muy bien Nelson Mandela que “siempre parece imposible hasta que se hace”. Por favor, los españoles merecemos el esfuerzo. Demostrad de qué sois capaces. Todavía hay tiempo. Dadnos motivos para creer.