Superadas las elecciones locales, la reforma de Playa de Palma inicia un nuevo tiempo político y el primero de sus plazos ya ha tenido lugar: el que ha puesto fin a la continuidad de Margarita Nájera al frente del Consorcio. Caída la pieza principal, estamos a punto de asistir a una reconversión de la reconversión. Pero hay dos cuestiones prioritarias. La primera, que es vital mantener el consenso entre administraciones. Solo la unidad política permitirá movilizar con seriedad y garantías a la iniciativa privada, que en última instancia es la que terminará apoquinando buena parte de la financiación del plan. No se llegará a resultados sin la participación del Gobierno central. Que ninguna institución boicotee a otra o se arrogue liderazgos que desemboquen en actuaciones unilaterales, como ocurrió con cierto convenio de carreteras. Esto es fundamental, pues aparentemente hay prisa por entrar en harina pero lo que se anuncia antes de tiempo suele después golpear por sorpresa a modo de “boomerang”. Y que no se empiece de cero, desechar el enorme trabajo hecho sería un grave despilfarro y el club de las administraciones millonarias hace tiempo que apagó las luces. Y segundo: más allá de lo que suceda con el grueso de la reconversión, mejorar la convivencia en Playa de Palma es inaplazable. Ahí radica la auténtica transformación. La zona ofrece cada vez menos alicientes al turismo familiar, que a cualquier hora del día se cruza con grupos de turistas pasados de rosca que vociferan, estrellan botellas contra el suelo o comprometen a terceros. El ocio nocturno forma parte cada vez más de las horas de sol y las consecuencias empiezan a ser desastrosas. Ésta debería ser la primera cuestión de la agenda.