Como un niño

Todavía permanecían húmedos mis ojos cuando este jueves amarraba el Rafel Verdera en el Moll Vell para desembarcar en Palma a los Reyes Magos, venidos de Oriente. Pocas horas antes, con la lectura de una crónica periodística, había podido revivir la magia por la que SSMM repiten cada año el don de la ubicuidad que les transporta a millones de lugares a la vez. El artículo, publicado en Las Provincias, glosaba el recuerdo de un antiguo colega, Manuel Andrés Ferreira, cuando encarnó a Melchor en la misma cabalgata en la que el artista Armando Serra era Gaspar y un tiznado Vicente Enguídanos representaba a Baltasar. Desde la Cadena SER y el diario Levante competía en aquella época con Manolo, afianzado en el diario decano de la Comunidad, por elevar las tradiciones valencianas al lugar que merecían. Por eso el consistorio socialista nos encargó la impagable función de iluminar los rostros de miles de niños en el más multitudinario recibimiento que se pueda imaginar.

Han pasado más de tres décadas desde que viví la experiencia en lo alto de una carroza engalanada, asistido por la Fallera Mayor infantil de Valencia y precedido por cientos de figurantes, de una manera tan intensa que a punto estuve de desmayarme al entrar en el despacho del entonces alcalde del Cap i Casal. Es difícil de compartir la jornada con la vibración que merece, no solo por esas horas multitudinarias, sino porque devolver la esperanza a niños en la planta oncológica del hospital de referencia y a quienes compartían privación de libertad en la cárcel de mujeres no puede trascribirse, ya que algunas emociones son inaccesibles hasta para la riqueza lingüística del castellano. Lo que puedo confesar es que no tuve miedo al elevarme con la ayuda de los bomberos al balcón consistorial, pero era tal el respeto que me merecían la inocencia y la ilusión cristalizadas en el semblante de esos locos bajitos, vitoreando nuestro paso desde cada rincón, que fui incapaz de pronunciar una sola palabra a través de la megafonía por si mi acento ponía en peligro la credibilidad del personaje que reemplazaba.

Ahora, cuando se impone la iconoclasia y se rechazan las tradiciones, en pos de una catarsis puramente gestual, produce mayor nostalgia la huella que deja una vivencia de tal calibre. En el imperio de la estupidez, cuando los ayuntamientos del ‘cambio’ sustituyen los Reyes Magos por el mismísimo mago Merlín o por tres artistas en un pesebre dedicado a la lírica, siento con mayor entusiasmo haber suplantado al ‘rey negro’, luciendo los ropajes que empleó el reparto de Samuel Bronston en su etapa cinematográfica española. Sobre todo, porque descubrir el secreto mejor guardado de la historia fue una de las más tristes revelaciones que recuerdo y porque, al margen de la conmemoración de la Epifanía bíblica, me resisto a que Papá Noel nos arrebate una leyenda tan emotiva como nuestra.

Que la crudeza de la crisis no haya frustrado sus expectativas para este día pero, sobre todo, que pueda seguir manteniendo vivo en su interior el espíritu del Peter Pan que se resiste a crecer. Puede creerme si le digo que cada minuto de aquel 5 de enero de 1986 sigue grabado en mi memoria, especialmente cuando al volver a casa, avanzada la noche, creí que por ser adulto no podría derramar una sola lágrima de emoción, hasta que me puse a llorar porque ya no era un niño.

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