Cajón de sastre

Cuando hace una década, en plena crisis financiera, algunos preguntábamos si su experiencia nos iba a servir de algo, no imaginábamos que su efecto fuera tan perecedero como estéril. Sin minimizar los daños que ha generado en muchas economías domésticas y sus repercusiones en las empresas que vieron dañada su solvencia y viabilidad, el ser humano se recupera como de una catarsis, con algo de resentimiento y una elevada dosis de amnesia.

No ha llovido tanto (ni nevado, siquiera), para que nuestra memoria nos traicione y nuestro presente haya olvidado la dureza de los tiempos pasados y las lecciones que creímos aprender cuando todo a nuestro alrededor se desmoronaba. Buscamos culpables en la burbuja inmobiliaria y en la insostenibilidad de la gestión política y la frivolidad de nuestros representantes, incluso en la necedad o ingenuidad con la que los ciudadanos reaccionamos a los cantos de sirena de las entidades financieras. Los valores inmateriales y la sobriedad, incluso el desprecio al lujo y a los excesos, parecían adueñarse de las conciencias y un mundo nuevo parecía abrirse paso, como cumpliendo una malinterpretada profecía maya. Pero las plegarias se tornan silencio cuando se pasa el pánico, tan rápido como aparcamos a Santa Bárbara cuando deja de tronar.

Las ampliamente divulgadas cotas de corrupción que asolaron nuestra vida pública y nuestra conciencia particular convocaron en manifestación masiva a todos los que sufrían el perjuicio de la recesión y encontraban fáciles argumentos para mostrar su malestar, El agravio y la mezquindad se apoderaron de la calle y, de entonces ahora, DIGNO es el adjetivo con el que acompañamos cualquier reivindicación, porque está en consonancia o guarda proporción con las cualidades o méritos de todos y todo, sin excepción.

España acumula una deuda pública que supera el billón de euros, que sería el equivalente a su PIB anual, pero no parece que seamos conscientes de lo que nos aportó el exceso de déficit y el riesgo de la intervención europea a nuestra economía. Ha bastado un lustro para que nuestra palabra destacada en mayúsculas avale cualquier reclamación. Una sanidad, vivienda, educación y vejez; unas barriadas, infraestructuras y vacaciones o un gobierno, transporte y trabajo dignos, se han convertido en lemas de pancarta con el mismo denominador común, pero sin su correspondiente desarrollo. Nadie puede oponerse al respeto que la dignidad de cada individuo nos merece, pero la de nuestros paisanos tanto, pero no más, que la del resto de los mortales. Mientras más de 5.000 millones de personas no pueden alcanzar ni los más nimios atisbos de calidad de vida, en este país hemos descubierto que nos lo deben costear todo, aunque no tengamos muchos más recursos que el resto. Fijarnos en el modelo de algunas naciones, que rozan el estado de bienestar, no es ajustado si no aceptamos las dos caras de la moneda. Pero todavía es más inadecuado que determinados políticos o colectivos sociales reclamen mayor inversión o apoyo económico sin globalizar las cuentas, ni decidiendo a qué partidas se lo debes detraer en favor de los que demandamos por separado.

Todos estamos convencidos de que las pensiones son ridículas y que su revalorización debería ajustarse al precio de los bienes de consumo (no habría tanta unanimidad en caso de deflación), pero es demagógico e indecente decir que si salvamos a los bancos de una insolvencia podemos mejorar el salario mínimo interprofesional, la financiación autonómica, los subsidios y las jubilaciones. Entre otras cosas, porque si las entidades apoyadas por Europa no devolvieran la mitad de los préstamos que se les otorgó, no llegaría a suponer el importe de dos meses de pensiones en 2018, sobre los 140.000 millones € que tenemos prorrogados tácitamente para este fin en nuestros presupuestos. Y esto, sin tener en cuenta la futura longevidad, la robotización, las nuevas tecnologías y la mayor productividad con costes sociales aminorados, lo que imposibilita el sostén de una pirámide demográfica cada vez más invertida. Es obligatorio que al Pacto de Toledo se sumen la responsabilidad colectiva y la asunción de nuestras limitaciones, sin maldecir por unas cotizaciones que fueron voluntariamente bajas en algunos casos y porque todos los vasos comunican con el mismo tesoro público, sin que contenga una piedra filosofal.

Al populismo y el oportunismo se ha sumado el pánico en las filas del partido en el gobierno, que quiere maniobrar para evitar una debacle electoral. Deberíamos recordar que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, pero parece que no hace falta remontarse mucho en nuestro pasado reciente para que volvamos a crear una tormenta de la que nuestra frágil estructura económica saldría peor parada o no saldría, si solo vemos a nuestros mayores como 9 millones de votos potenciales.

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