Desde hace ya algún tiempo, puedo decir con más o menos propiedad que viajo hasta Nueva York cada dos o tres días, o incluso a veces diariamente, gracias a los reels —vídeos cortos— que publican algunos amables neoyorkinos en Instagram y que aparecen en mi móvil de forma regular.
De ese modo, cada semana puedo acercarme visualmente a la ciudad de los rascacielos sin tener que comprar antes un billete de avión ni sufrir luego los efectos negativos del síndrome de la clase turista, del jet lag, del pase de euros a dólares o del síndrome postvacacional severo.
Las imágenes que más me gusta contemplar en aquellas grabaciones son, normalmente, las tomadas a pie de calle, ya sea en las avenidas de Manhattan, en las inmediaciones del puente de Brooklyn, junto a las fincas decimonónicas del Upper West Side o en el interior de Central Park.
Es cierto que físicamente no he estado aún nunca en Nueva York, pero seguramente la conozco casi tanto como a mi querida Palma, sobre todo gracias a haber visto una y otra vez las películas neoyorkinas del maestro Woody Allen.
«Capítulo primero. Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar —je, esto me encanta—. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería», decía el personaje interpretado por el propio cineasta al inicio de su genial filme Manhattan.
Tomando esa frase como insuperable punto de partida, yo sólo añadiría que Nueva York me parece a su vez muy hermosa, inmensamente hermosa, en cualquier época del año, aunque quizás lo sea aún un poco más al llegar la primavera, en otoño o en las semanas previas y posteriores a las fiestas navideñas, tanto con lluvia como con niebla, con sol o con nieve.
Cuando contemplo hoy en Instagram los reels de sus carriles bici, sus edificios antiguos, sus calles arboladas, sus señales de 'One Way', sus taxis amarillos, sus anuncios luminosos, sus restaurantes multiétnicos, sus donuts glaseados, sus lugares secretos y, sobre todo, sus habitantes yendo de aquí para allá con determinación, con calma o con melancolía, me siento casi como un neoyorkino más.
En el fondo, ese soy realmente yo, un filoneoyorkino isleño en cuyo celular aparecen también con frecuencia otros perfiles instagrameros quizás algo más prosaicos, centrados sobre todo en cuestiones de psicología, salud, fútbol, filosofía, dietética, cine o literatura, junto a otros perfiles de ficción creados directamente por la Inteligencia Artificial.
Estos últimos incluyen básicamente vídeos con gatitos que cantan o que cocinan, casas paradisíacas en enclaves naturales bellísimos, bebés que dejan escapar alguna flatulencia y que luego sonríen, líderes políticos nacionales e internacionales que hacen cosas raras —y perdonen la redundancia— o personalidades famosas ya fallecidas que nos saludan desde el cielo.
Ahora que nadie nos escucha, debo reconocer que también aparecen asiduamente en mi móvil perfiles que muy posiblemente no aparezcan en la mayoría de iphones, incluidos los neoyorkinos, como 'femme fatale', 'les beaux pieds', 'talons del onze', 'tacchi cardia', 'nylon elite' o 'stilettos silhouette', una presencia visual que, además, se ha incrementado muy notablemente desde que publiqué aquí mismo un artículo de opinión ligeramente fetichista, titulado Mi primer gran amor fue Cenicienta.
Pese a todas esas distracciones cibernéticas más o menos casuales o voluntarias, cada dos o tres días sigo viajando fiel e ilusionadamente hasta Nueva York, porque allí encuentro siempre un poco de paz y porque me parece el lugar idóneo —junto con París— para llegar a conocer algún día a una auténtica mujer fatal.