Este fin de semana he pasado cuatro días en Barcelona, una de mis dos ciudades favoritas junto con Palma, porque la primera es donde nací, crecí y me formé y la segunda es donde he desarrollado casi toda mi vida profesional y, más importante, donde he formado una familia maravillosa y que considero ya mi casa definitiva.
Por circunstancias de la vida y de la covid 19, en los últimos cuatro años no he ido a Barcelona tan a menudo como solía y las pocas veces que lo he hecho han sido viajes relámpago, de uno o dos días como máximo, con lo que no he podido pasear y moverme como me hubiera gustado, a fin de descubrir los cambios y novedades de una ciudad siempre en evolución y que se ha transformado mucho desde que la dejé para ir a vivir a Palma.
En esta ocasión he tenido más tiempo, he podido deambular por la ciudad, especialmente por mi querido barrio de Sant Antoni y he constatado las condiciones lamentables a las que tiene sometida la ciudad el actual equipo de gobierno de Ada Colau, en colaboración y connivencia, no se olvide, con el PSC.
Yo nací en el barrio de la Rivera, en la calle del Terrós, pero con apenas un mes de vida mi familia ya se trasladó a la Esquerra del Eixample, a lado mar de la Gran Via de les Corts Catalanes (que el infame régimen franquista había rebautizado como Avenida de José Antonio Primo de Rivera), en la zona conocida como Sant Antoni, donde residí todo el resto de mi vida en Barcelona.
Estos días me he encontrado con un barrio deteriorado, con el pavimento de los bulevares de la Gran Vía y de las aceras de las calles en estado lastimoso, con un estado de limpieza manifiestamente mejorable, donde es prácticamente imposible aparcar, con muchos locales comerciales cerrados o con tiendas precarias, que es obvio que durarán unos pocos meses como máximo, un barrio entristecido muy alejado del pretendidamente pujante que vende la propaganda municipal y, sobre todo, por lo que hablé con familiares y conocidos, en pleno proceso de gentrificación, en el que se está expulsando de sus viviendas a los vecinos de toda la vida para sustituirlos por contratos de alquiler de corta duración a precios desorbitados, o para convertir los pisos en material de especulación desenfrenada sin escrúpulos.
Pero lo que más me ha impactado ha sido el caos laberíntico, la vorágine disparatada, el desatino absoluto de la “superilla” que están instaurando en la calle Consell de Cent, que supone un verdadero galimatías y una tortura para circulación en general y los vecinos muy en particular. Este verdadero engendro responde al dirigismo y las orejeras ideológicas de la señora Colau, que pretende imponer sus particulares concepciones del urbanismo y la convivencia ciudadana sin contar para nada con la opinión de sus conciudadanos, pero con la connivencia y el apoyo incondicional subordinado del partido socialista de Catalunya, que en algún momento debería tener que rendir cuentas de este soporte genuflexo a los desatinos de Colau, aunque tampoco hay que tener demasiadas esperanzas.
Pero a pesar de todo y de Colau, Barcelona sigue siendo una ciudad espectacular y deambular por sus calles sigue siendo gratificante, así como dejarse caer por sus comercios, visitar sus museos y disfrutar de su magnífica gastronomía, lo que demuestra que es una urbe vital, vigorosa, dinámica y capaz de resistir incólume, o casi, a los desatinos de sus dirigentes.