Triunfaron las movilizaciones y fracasó –una vez más, y van tres- la huelga general montada por los sindicatos para seguir justificándose. La gente está harta de estar harta. Cuatro años de hartazgo son demasiados, como para aguantar tonterías y regalar el salario o la caja del día. Las huelgas generales no sirven para nada, es una obviedad, porque los partidos gobernantes, preñados de inutilidad, son además presas fáciles de la banca, que los tiene permanentemente asidos por las gónadas. Y así, un gobierno tras otro.
Si estuviéramos en el primer tercio del siglo pasado, la solución sería de manual: la revolución (soviética, fascista, nacionalsindicalista o lo que fuera). Pero, un siglo después, como que no nos apetece mucho volver a aquello, aunque cada mañana dudemos unos minutos al leer la prensa o escuchar la radio mientras nos afeitamos (cada uno lo suyo, no vayan a pensar que soy sexista).
Lo de ayer en Palma lo hubiéramos podido escribir hace días, a saber: Los sindicatos, paseando sus banderitas e “informando” a los comerciantes de que más les valía bajar la barrera, aunque fuera media hora –exactamente, mientras la prensa estuviera por allí-; los payasos anticapitalistas reclamando la instauración de la Unión Soviética española –estos sí que viven mentalmente en 1917- y dando argumentos a favor del gobierno, que ya tiene bemoles; los funcionarios, legítimamente cabreados, pero cuadrándole las cuentas a Aguiló con su día de salario de propina; y el resto de los ciudadanos, ciscándose en la extinta progenie de este gobierno del PP, del anterior del PSOE, de nuestro excelso y nunca bien ponderado govern, de Méndez, Toxo, Rosell y sus mariachis, de la banca mundial en su conjunto y del director de la sucursal de la esquina en particular, de las compañías eléctricas y telefónicas, con sus multiculturales equipos de atención al cliente y sus aristocráticos consejos de administración, del Ibex 35, del INEM, de Angela Merkel, de Lehman Brothers, Standard & Poors, Moody’s, Christine Lagarde y su prima de riesgo a la que mala puñalá le den. Y todo ello, mientras los más afortunados siguen sirviendo cafés, barriendo calles, repartiendo el pan o redactando emilios al jefe para, con sus depauperados emolumentos, sostener a esta pléyade de miserables y, si queda algo, tratar de dar de comer a la familia o, alternativamente, pagar la hipoteca antes de lanzarse por el balcón.
Ah, y encima, llovía a cántaros.