A lo largo del primer tercio de mi vida, entre 1963 y 1987, viví en el barrio chino de Palma, cuando esa denominación tenía un significado completamente diferente al que tiene ahora. A unos pocos metros de casa se encontraban tres bares llamados perifrásticamente de alterne, el Bar Eva, el Póker Bar y el Diamante Rojo.
Mis padres, mis dos hermanos y yo vivíamos en un piso ubicado en el número 23 de la calle Ballester. Todos los vecinos del edificio eran buena gente —muy buena gente—, incluidas dos mujeres que ejercían la prostitución en aquel entonces.
En el número 25 se encontraba el taller de reparación de radios y televisores que había abierto mi padre allí a mediados de los años sesenta. Desde niños, los tres hermanos le ayudábamos en todo lo que podíamos cuando salíamos del colegio. La práctica totalidad de nuestros clientes eran personas muy humildes y con pocos recursos económicos, al igual que nosotros mismos. A todas ellas las recuerdo hoy con sumo cariño y respeto.
Los bares de mi calle no cerraban hasta las dos o las tres de la madrugada, excepto cuando llovía o hacía mucho frío. Al tener sus puertas casi siempre abiertas o entornadas, desde mi habitación podía escuchar perfectamente todas las canciones que ponían, por lo que de niño muchas noches no me podía dormir hasta esas horas.
Una de las canciones que más solía poner el Bar Eva era Delilah, de Tom Jones, grabada en 1968. Como entonces aún no sabía inglés, no entendía su letra, aunque su melodía me gustaba mucho. Sólo muchos años después descubrí que ese tema hablaba, en realidad, de un crimen de violencia de género.
Cuando la Sexta Flota recalaba en Palma en los años sesenta y setenta, era habitual ver a decenas de soldados en los locales de mi calle y de las calles adyacentes, siempre vigilados por patrullas conformadas por sus propios compañeros, para intentar evitar posibles incidentes o altercados. Recuerdo que en mi calle vivía el primer niño de color que conocí, que muy posiblemente había sido el fruto inesperado de una de aquellas visitas.
De todos mis recuerdos personales de aquellos años, quizás los que más me han seguido acompañando a lo largo del tiempo han sido, paradójicamente, varios relacionados con la Semana Santa, sobre todo con la Procesión del Santo Entierro, que se celebra cada Viernes Santo y que casi desde sus orígenes finaliza en la Iglesia de Nuestra Señora del Socorro. Dicho templo se ubica en la calle del mismo nombre, que en su tramo inicial también formó parte durante décadas del barrio chino de Palma, que no sería demolido hasta principios de este siglo.
En ese contexto, uno de los hechos para mí más llamativos año tras año era el de penitentes y pasos desfilando marcialmente por la calle Socorro ante la atenta mirada de proxenetas, clientes de casas de citas y meretrices de avanzada edad, muchas de las cuales eran, además, creyentes y especialmente devotas, tal como solían explicar ellas mismas a quienes seguíamos también allí la Procesión del Santo Entierro.
De niño, uno de mis sueños era poder participar algún día en los desfiles de Semana Santa, un anhelo que se hizo realidad por vez primera en 1976, con doce años de edad, como monaguillo de la citada iglesia, una labor que desempeñé durante dos cursos escolares mientras estudiaba en el Colegio San Agustín.
Aun así, habrían de pasar aún diez años más hasta que pudiera participar ya como penitente en las procesiones palmesanas, en el seno de la Cofradía del Santo Cristo de Santa Cruz. No tenía ninguna vinculación previa con dicha cofradía, pero sus hábitos eran muy económicos y, por suerte, en 1986 pude comprar uno aún sin estrenar a muy buen precio.
Mi decisión de hacerme cofrade obedecía a una promesa que había hecho a principios de aquel año en la Basílica de San Miguel, buscando un poco de luz y de esperanza.
Mi padre había muerto en 1982 y sus tres hijos, aún adolescentes, habíamos pasado a ocuparnos del negocio familiar, que iba languideciendo poco a poco pese a nuestros continuos esfuerzos por intentar sacarlo adelante. Nuestros ingresos familiares llegaron a ser tan bajos, que en alguna ocasión incluso tuvimos que comprar comida a fiado en un colmado próximo regentado por dos hermanas y por sus sobrinos, excelentes personas todas ellas.
En 1986 todavía vivíamos en el piso de la calle Ballester, pero la mayoría de nuestros vecinos ya no eran los mismos. Justo en la puerta de enfrente de casa se habían instalado, por ejemplo, unos 'camellos' de larga trayectoria, que además se turnaban en su labor, por lo que el trasiego de jóvenes y menos jóvenes que iban a comprar droga allí era casi continuo, tanto de día como de noche.
A menudo, me levantaba entonces a primera hora de la mañana para salir de casa e ir a dar una vuelta por las zonas más bonitas del centro histórico, huyendo así por unas horas de aquella realidad y fantaseando con que una día podría vivir en el centro o en alguna otra barriada igualmente tranquila de mi ciudad.
Tras haber hecho mi promesa en San Miguel, el primer pequeño milagro en mi vida se produjo unos días antes de la Semana Santa de 1986, cuando hubo una gran redada policial en toda Palma y desmantelaron numerosos puntos de venta de droga, incluido el que había justo enfrente de nuestra antigua casa.
Unos meses después, a principios de 1987, encontré trabajo como auxiliar administrativo en una buena empresa, por lo que pudimos mudarnos a un piso de la calle Llorenç Vicens, junto a las Avenidas. Ese año participé también como cofrade en todas las procesiones de Semana Santa, con la intención de seguir haciéndolo en los años siguientes, pero al final no lo hice así, seguramente porque en algunas de las cosas sin duda más importantes de mi existencia he sido, lo reconozco, algo inconstante.
A partir de 1988, los pequeños milagros de todo tipo siguieron llegando a mi vida, tanto en lo que fue su segundo tercio como en lo que está siendo ahora el tercero. Por ello, y pese a algunos vaivenes y altibajos más o menos reseñables, sólo tengo hoy palabras de gratitud por todas las plegarias atendidas a lo largo de los últimos cuarenta años.
Posiblemente, ese es uno de los principales motivos por los que, desde hace ya algún tiempo, cada año vuelvo a seguir las procesiones del Jueves Santo y del Viernes Santo en mi querida ciudad. Me gusta verlas y notar sobre todo la fe que sienten miles de personas a mi alrededor, una fe que al mismo tiempo refuerza también la mía.
En cierto modo, esa fe sigue siendo la que yo tenía en la calle Ballester, la fe de mi infancia, y también la fe de los costaleros que justo antes de levantar su paso proclamaban llenos de emoción: «¡Al cielo de Palma!».