Treinta y cuatro años después del proceso de descomposición del partido que capitaneó la transición, UCD, la historia parece repetirse. En la Comunidad Valenciana, integrantes del Partido Popular solicitan abiertamente la ‘refundación’ conservadora para sacudirse el chapapote de la corrupción que carcome al PP. En Balears, la situación no es muy distinta, con una presidencia interina absolutamente desnortada que en vano sigue esperando que el inexistente líder indique el rumbo.
Rajoy ha perdido la mayoría absoluta, pero sobre todo está perdiendo el poco crédito que le quedaba como gobernante, amordazado simultáneamente por infinitos y generalizados casos de corrupción y por el aislamiento al que ha llevado a su formación, sin apenas capacidad de establecer diálogo con ninguna otra.
Sánchez e Iglesias no son la enfermedad, son solo el síntoma de la indolencia del centroderecha español, empeñado en suicidarse y arrastrar a millones de votantes tras de sí.
En octubre de 1982, tras una calamitosa gestión interna, la Unión de Centro Democrático que fundó Suárez fue abandonada incluso por éste y acabó perdiendo en aquellas elecciones 157 escaños, pasando de 168 a 11 y disolviéndose como partido apenas cuatro meses después.
El PP de Rajoy cuenta hoy con 122 diputados y funda todas sus esperanzas en recuperar con prontitud los votos que se le fueron hacia Ciudadanos. Pero, cada día que pasa, la inacción de Rajoy, las detenciones de líderes locales y la evidencia de la práctica generalizada de la financiación irregular acerca más a los populares a 1982 y a sus votantes a la orfandad política.