Hace unos días, una niñita de unos cinco años que paseaba con su madre por la barriada de Pere Garau expresó con dos únicas palabras el profundo malestar anímico que sentía justo en aquel momento. «Estoy cabreada», dijo. Así, con todas las letras, sin dejarse una sola. Y siguió andando luego en silencio.
No dijo que estuviera enfadada, ni molesta, ni disgustada, ni indignada, sino exactamente lo que ustedes acaban de leer ahora mismo. Por su parte, su madre no sólo no la riñó por la rotundidad de esa expresión que sólo solemos utilizar los adultos, sino que hizo un pequeño gesto como de resignación y complicidad.
El motivo último del profundo desasosiego personal de aquella criatura no llegué a conocerlo nunca, pues ella y su madre continuaron paseando tranquilamente en una dirección opuesta a la mía, creo que hacia el centro histórico de Palma.
Así pues, no pude saber si su desazón estaba motivada por la implantación o no del plan piloto de libre elección de lengua en su colegio, por un primer desengaño amoroso —siempre suelen ser los más dolorosos—, por la reducción de su paga semanal para chuches o por la mala situación política del mundo en general y de España en particular.
La única conclusión a la que pude llegar fue que si alguien con cinco añitos ya puede sentirse así, no debería de extrañarnos que tantos adultos se sientan hoy igual y lo expresen con una frase idéntica a la suya o incluso con sentencias algo más categóricas y contundentes.
De hecho, es probable que muchos de nosotros tengamos ahora mismo varios motivos para estar un poco más quejosos que de costumbre, algo que, por cierto, es un rasgo de personalidad típicamente mallorquín, pero también es verdad que siempre podemos poner en marcha diversas estrategias para intentar sentirnos un poco mejor en nuestro día a día.
En mi caso, para poder lograr ese objetivo suelo adoptar estrategias de evitación y estrategias de repetición. Entre las primeras se encuentran no seguir en la actualidad ninguna tertulia televisiva ni tampoco radiofónica —créanme, es posible—, ni mirar en las redes las opiniones de los cientos de miles de españoles que cada día sienten la imperiosa necesidad de posicionarse con gran vehemencia y fogosidad a favor o en contra de cualquier cosa —créanme, de cualquier cosa—, por nimia que pueda ser o parecer a priori.
En cuanto a mis estrategias de repetición, la principal sería que desde hace ya bastante tiempo suelo escuchar o leer sobre todo a las personas que tienen cosas interesantes o valiosas que decir, aunque sus ideas o sus creencias puedan ser totalmente contrarias o antagónicas a las mías.
Paralelamente, también suelo salir a pasear más a menudo, ver películas en las que aparece alguna mujer fatal, escuchar todas aquellas canciones que me dan placer y felicidad o quedar sólo con los amigos verdaderos y con las personas a las que quiero.
Desde que aprendí a seguir esas estrategias y también a no enfadarme (casi) nunca, debo reconocer que mi angustia y mi ansiedad han desaparecido casi por completo, que mi nivel de glucemia se ha ido normalizando de manera paulatina, que mi tensión arterial va estando cada día más compensada o que ya no noto en mi aparato digestivo tanto reflujo ni ardor de estómago.
En ese sentido, no hay nada como conseguir abandonar la Cofradía del Santo Reproche —que diría el maestro Joaquín Sabina—, la Congregación de Pedro del Gran Poder o la Hermandad del Odio Eterno, para notar cómo poco a poco vamos recuperando la salud y empezamos a disfrutar también de una nueva y prometedora vida.