¡Y un jamón!

Me he agenciado un jamón. Sí, señores, tal como lo leen. La operación en cuestión no ha sido nada fácil. Antes, uno se compraba un jamón como si nada: se presentaba en una tienda, se escogía la pierna anhelada y, previo embalaje, se abonaba la cantidad pactada con el colmadero de turno. Así de fácil.

Pero actualmente el proceso es infinitamente más complicado. Existe un paso de gigante entre el deseo y su realización. Todo un conjunto muy complejo de pensamientos y valoraciones se pone en marcha en el momento de la decisión trascendental. ¿Es el momento apropiado de comprar un jamón para uso exclusivamente doméstico? ¿No será una fanfarronada? ¿Será, esta acción, un signo neto de prepotencia y ostentación social?

Mi mente ha sufrido tormentos espantosos desde que tales interrogantes la asaltaron. ¿Es políticamente correcto llevarse un jamón a casa en estos tiempos de crisis?

Incluso a efectos personales, las dudas me martillean. Mi economía no es, actualmente, nada boyante. Esa adquisición me obliga a replantear la propia administración de mis bienes. Debo priorizar mis gastos y esto siempre es doloroso. Tengo que aparcar costumbres primordiales a causa del susodicho jamón.

Por otro lado, tengo claro que hay que incentivar el consumo. A lo peor si yo hubiera desestimado mi tentación, alguna empresa jamonera se hubiera ido al garete; se podría haber desestabilizado el equilibrio ecológico de la demografía porcina; el tendero habría echado el cierre a su establecimiento y sus hijos no sabrían donde ir a vagar…

La vida es muy dura. El jamón no tanto. Por lo menos el mío, que rezuma un olor a robledal noble y a tierra recia, y que está dotado de una ternura fina y sensible. Cada pedacito que se instala en mi paladar me inspira la más pura de las poesías de Garcilaso de la Vega.

Decididamente, de momento, no me convierto al Islam.