Ya advertí que no iría a la gala del centenario del Real Mallorca SAD, sociedad heredera del Alfonso XIII aunque, a día de hoy, haya perdido la mayor parte de su filosofía e identidad. También expliqué el por qué de mi desarraigo. Básicamente y al margen de una gestión que particularmente considero desleal y equivocada, no reconozco ningún sentimiento mallorquinista en los actuales representantes del club. Sé que no es una excepción, pero los ejemplos del Valencia y el Espanyol, en manos de capital chino, o el Málaga, dirigido por un jeque árabe, no me inducen a convalidar el modelo impuesto en aras de las pérdidas registradas por directivos que las provocaron sin hacerlo peor que sus ricachones invasores, la palabra más justa que se me ocurre.
Sí, no es menos cierto que hay amores que matan, como los de Florentino Pérez y el Real Madrid, sin embargo la pasión por el fútbol surgió, creció y se desarrolló a partir de una simbiosis entre las raíces de una afición y un impulso común sucedáneo del afecto que genera el hecho de compartir una tierra, unas tradiciones y una idiosincrasia. Nada que ver con la desembocadura a la que se han visto sometidas no pocas sociedades deportivas en barbecho, pasto de ambiciones inconfesables.
Antonio Asensio Pizarro compró acciones por su interés en controlar los derechos de televisión a favor de la empresa que presidía entonces. En su decisión pesó la errónea información de que el avanzado estado de deterioro del viejo Lluis Sitjar abonaba una eventual especulación inmobiliaria. Pero al menos tuvo la visión de dejar al frente del club a administradores locales y conocedores de las peculiaridades de la entidad y su entorno. Nada que ver con el Mallorca de hoy, un negocio confuso por muchas banderas, himnos, carteles y recepciones que se lleven a cabo.